sábado, 11 de mayo de 2013

Cómo odio las despedidas


Días transcurridos: 121
Kilómetros recorridos: 21.210

Valeu a pena? Tudo vale a pena
Se a alma não é pequena.
Fernando Pessoa



Hace ciento veintiún días salí de Bogotá rumbo a Quito. Ayer, ciento veintiún días después, regresé al frío andino desde las playas de Río de Janeiro. Durante mucho tiempo pensé en lo que debía escribir aquí; tal vez contarles algo sobre Río, ciudad paradisiaca, ardiente y sensual; algo sobre mis conclusiones viajeras para futuros aventureros; o un poco sobre los tantos dilemas que han surgido en estos últimos días. Después de todo en ciento veintiún días pasan muchas cosas —muchas que se olvidan, otras que vagamente se recuerdan y unas pocas que han transcendido a esta ficción— y hablar ahora de ellas sería una tarea ingenua y agotadora. Entonces, dado que su tiempo es poco y mi inspiración limitada, hablaré sobre lo que he venido hablando en las treinta y dos entradas que aquí quedaron registradas; sobre mí o, mejor, lo que queda de mí después de esta experiencia.


Como le dije a alguien hace unos días, pienso que este viaje no me cambió la vida de la manera mística en que me imaginaba que lo haría. No soy un ser humano “nuevo” ni renovado, no corregí sustancialmente ningún hábito de consumo y mis tendencias políticas no se vieron comprometidas. Volví con la misma maleta, los mismos zapatos sucios, la misma cara de depresión al ver el cielo nublado y, especialmente, las mismas enormes preguntas con las que me fui. Eso fue lo que pasó; partí con la esperanza de responder preguntas, desvanecer inseguridades, y, muy en contra de mis expectativas, lo que logré fue multiplicar esas incertidumbres.


 Así que nada cambió demasiado, pero, al mismo tiempo, todo cambió un poco. Conocí tantos mundos diferentes, vidas envidiables y sueños potenciales que inevitablemente cuestioné los míos. Y esos cuestionamientos no fueron el resultado del viaje, fueron, más bien, un proceso sutil e imperceptible que día a día fue transformando la manera de ver y entenderme a mí misma. Quizá las grandes conclusiones no son entonces un punto de llegada sino una consecuencia necesaria del vivir; quizá buscarlas es una tarea inútil e infructuosa y más vale seguir andando sin pensar en cuál será el fin de ese andar. Porque, como lo escribió Maqroll y me lo dijo un gran maestro: “Una caravana no simboliza ni representa cosa alguna. Nuestro error consiste en pensar que va hacia alguna parte o viene de otra. La caravana agota su significado en su mismo desplazamiento. Lo saben las bestias que la componen, lo ignoran los caravaneros. Siempre será así"


Un agradecimiento enorme a los que siguieron mi travesía y, de una u otra forma, compartieron mi camino. Con fortuna pronto vendrán otras y yo tendré la paciencia y voluntad para consignarlas de nuevo. 



domingo, 5 de mayo de 2013

Ciudad de dioses; ciudad de perros

Días transcurridos: 113
Kilómetros recorridos: 16.239


En una guía turística leí que São Paulo era una ciudad demasiado grande para ser descrita en unas cuantas palabras y supongo que, como en cualquier lugar con más de veinte millones de habitantes, aquella afirmación terminó por ser cierta. Sin embargo y en vista de que el rigor de la escritura lo demanda, aquí van algunas de mis impresiones de esta ciudad de dioses en la que los cielos fueros conquistados por hombres millonarios, mientras que nosotros, pobres mortales, moramos y sufrimos en el suelo. 

 

No fueron muchos los días que pasé en São Paulo; jamás los suficientes para recorrer una parte significativa de sus calles infinitas, sus avenidas arrolladoras, sus rascacielos inalcanzables; jamás los necesarios para capturar algo de la masa informe que circula asesina por los corredores del metro; para tocar, así sea de manera tangencial, ese ritmo intenso que transita indiferente por todos los rincones de la ciudad. Este mundo de hormigas trabajadoras opera de forma precisa y milimétrica. Nada interrumpe su ágil y presuroso andar. Nada. Ni siquiera la presencia de un par de extranjeros sin rumbo que miran el cielo atónitos sin entender a dónde van tantos y tantos helicópteros. Y es que así funciona esta ciudad monstruosa y maquinal, sin fallas, contratiempos o fracturas aparentes.


Pero al mirar un poco más allá de esa apariencia, al prestar un poco más de atención a los desperfectos, no es difícil adivinar que tanto edificio imponente, tanta arquitectura majestuosa y tanta gravedad en el andar de sus gentes encierran el dolor de un mundo profundamente desigual e injusto. São Paulo es un lugar hermoso, pero también es muchas otras cosas que escasamente logra ver la ruta turística de siempre. En el ajetreo perpetuo de una ciudad que nunca se detiene vi tantas caras desoladas, miradas esquivas y sonrisas inesperadas que, como dije al principio, describirlas sería imposible. Mundo de contrastes inmensos, abismos irreconciliables, distancias infinitas; mundo, también, de placeres exóticos, culturas diversas, sueños imposibles; mundo al que espero volver algún día, ver desde otros ángulos, compartir con otras alegrías. 

lunes, 29 de abril de 2013

Um lugar ao sol

Días transcurridos: 107
Kilómetros recorridos: 15.900

Poco sabía yo del Brasil antes de pisar su suelo; una que otra caipirinha mal hecha, algún libro ya olvidado y quizá un poco de esas sambas lejanas que a veces suenan al otro lado del continente. Poco sabía yo de su idioma extraño, de la sensualidad que agitan sus caderas y de esa selva espesa que inesperadamente terminó por asemejarse tanto a la mía.



Hace un par de meses, en un bus que viajaba de Sucre a Potosí, conocí a un brasilero simpático. Lejos estaba de pensar que, meses más tarde, serían él y sus no menos simpáticos amigos quienes me enseñarían, entre frases de portuñol y mucha cachaça, un poco de su Brasil querido. Debo confesar que ese Brasil fue, en un principio, algo diferente de las playas ardientes, sambas exóticas y garotas en tanga que tenía en mente. Pero digo "solo en un principio" porque, al huir del frío curitibano rumbo al mar, fui descubriendo cómo mis imaginarios aparecían por el camino. 


No sé entonces si fue la playa, la farofa o la buena compañía, pero el fin de semana en Floripo fue uno de los más felices del paseo. Días de churrasco en la arena y noches de samba, funky y forró hicieron de esta la mejor bienvenida al paraíso de sol y lunas rojas del sureste brasilero. Ya con un pie en casa, próxima a volver a la vida de siempre, la alegría que se respira en estas tierras parece invitarme a seguir, a disfrutar de los últimos pasos del camino y a recordarme por qué el caos y la monotonía bogotana dejaron, hace rato, de ser suficientes.


lunes, 22 de abril de 2013

De las selvas que olvidaron devorarnos


Días transcurridos: 98
Kilómetros recorridos: 14.636

La selva, selva magnánima, atroz, carnívora, estrepitosa y viva, ha sido domada, por los no menos magnánimos, atroces, carnívoros y estrepitosos taladros humanos, junto con sus más temibles fieras; enormes paredes de agua son surcadas por sólidos puentes de metal, suelos agrestes transformados en perfectos caminitos adoquinados, monos silvestres que ahora comen papas fritas y, por qué no, un Sheraton en medio de las cataratas de Iguazú.


A esta selva llegué hace unos días, a un mundo que no podía dejar de recordarme a los húmedos pueblos colombianos que tanto visité en mi infancia, siempre adormecidos por el calor incesante del medio día y con algún tranquilo río cercano en el cual sofocarlo. Pero aquí, a diferencia de aquellas vacaciones perdidas, vine a ver las grandes cataratas; esas de las que hablaba NatGeo con tanto entusiasmo y que en las postales parecían tan deslumbrantes.


No debo ocultar mi sorpresa ante el funcional complejo “disneyworldesco” que ha construido Argentina en su porción de este terreno. Demasiados trenes, peluches y tiendas de recuerdos para mi gusto, demasiado adorno sobre un paisaje que no necesita ornamentos. Porque, eso sí, las cataratas hablan por sí solas y el poder contemplarlas ha sido una de las grandes dichas de este viaje.  Pero es que entre tanta gente, tanto turista –y, por supuesto, me incluyo en el combo gritando empapado bajo el agua sagrada que cae del cielo, tanto mono mendigando por cualquier pedazo de comida chatarra, la contemplación se dificulta bastante. Algo de la magia bestial de esa selva inhóspita se pierde entonces en el camino; algo de ese maremágnum acuático se debilita con los infinitos “clicks” de las fotografías viajeras.


Sin embargo, algo de lo que alguna vez imagino que fueron la selva y sus aguas también palpita en el aire, en el sonido estruendoso del líquido que golpea las rocas sin piedad. Aún en el crepitar de la muchedumbre, las cataratas resultan hermosas y abrumadoras, feroces e imparables. Con suerte, será ese y no otro el recuerdo que yo me lleve a casa, porque, no me malinterpreten, más allá del montaje circense que percibí, esta maravilla merece ser visitada.    

martes, 16 de abril de 2013

Y los Aires se repiten

Días transcurridos: 94  
Kilómetros recorridos: 12.943

Como burlándose de mis anteriores quejas y reclamos, de mis mal agradecidas desventuras por la capital federal, Buenos Aires me trajo de vuelta para contagiarme de su frenético discurrir. Tal vez fue la lluvia en Montevideo o el temor a los astronómicos precios brasileros, pero, a último minuto y sin mucho qué discutir, embarcamos un buquebus rumbo a Puerto Madero. Así volvimos al puerto del que nos habíamos despedido unos días antes, ya sin la ansiedad de descubrir al monstruo metropolitano, pero, eso sí, con un bellísimo par de boletas de The Cure entre el bolsillo. 



Y fue lindo volver a Buenos Aires, no sé si por ser Buenos Aires o por la placentera sensación de volver a un lugar conocido. Ya no tuvimos que pedir un mapa o buscar cansados alguna posada cercana. Allí llegamos como el viajero que vuelve a casa, como quien sabe dónde está y hacia dónde se dirige. Entonces caminamos por las calles sin vacilar, montamos en el subte como buenos residentes y aprovechamos el inesperado regreso para hacer varias de las visitas que habían quedado pendientes. 


Buenos Aires, con vientos más fríos y montones de hojarasca que empiezan a descansar en el piso, me mostró otra de sus caras, otra de las tantas que tiene y que voy descubriendo con cada nueva visita. Y no fue sólo el concierto en el Monumental, el paseo por el delta o el mejor choripan de San Telmo lo que hizo de este un fin de semana inolvidable. Fue, sobretodo, la compañía de un amigo olvidado, la seguridad de una casa conocida y las incontables carcajadas nocturnas. Porque qué grato es volver a un lugar que ya conoces, más aún cuando un viejo conocido te recibe con los brazos abiertos y, sin importar las grietas que abre el tiempo y la distancia, te hace sentir otra vez como en casa. 




miércoles, 10 de abril de 2013

Un alto en el camino

Días transcurridos: 89
Kilómetros recorridos: 12.717


Uruguay es un pedazo de tierra que, con un poco de España y otro poco de Portugal, opera como bisagra confusa que media entre la cultura argentina y la brasilera. Los transeúntes deambulan con una bombilla entre la boca, zombies de ese mate recio del que nunca parecen desprenderse, mientras pisan con sus botas los azulejos que en tiempos pasados colonos portugueses trajeron aquí. En los bares se escuchan tangos y milongas, al tiempo que inconfundibles voces brasileras que gritan algo gracioso para animar la fiesta. Y hasta la arquitectura es testigo hierático de este desorden cultural, pues entre plazas y callejones coloniales uno jamás termina de entender cuál casa fue de cuál imperio, cuál colonizada por cual otro, cuál más grande e imponente que la anterior.


A decir verdad, aquí llegué con pocas expectativas. Me decían que este país no era sino una extensión más costosa y turística de Argentina, y, a pesar de los pocos días que llevo acá, diré que probablemente esa opinión tenga algo de cierto. Además de hermosas playas paradisíacas y una capital pequeña con un par de lindos museos, Uruguay no tiene grandes atractivos que ofrecer. Pero ¿por qué la magnitud es siempre tan importante?, ¿por qué las ciudades se miden en número de habitantes y no en deliciosas siestas después de un buen almuerzo per cápita? ¿Qué hay de los bares tradicionales, la uvita y las ramblas? ¿Por qué esas pequeñas cosas no nos resultan tan seductoras?


Después del ajetreo bonaerense, las agotadoras visitas al caótico consulado de Colombia y las tantas noches de fiesta, música y fernet, sí que viene bien un lugar así. La tranquilidad uruguaya, el mar Atlántico que se asoma en la ventada y el par de camisetas nuevas que compré en Montevideo ―y no se alcanzan a imaginar lo que significa ponerse una camiseta nueva a estas alturas del camino― han sido un buen alimento para el alma. Y es que Uruguay, menos grave y fastuoso que sus titánicos vecinos, ha demostrado ser un acogedor y generoso paradero para estos pies que ya no dan tregua. 

sábado, 6 de abril de 2013

No tan Buenos Aires

Días transcurridos: 84
Kilómetros recorridos: 12.501

Con la maleta pesada y los pies cansados de tanto andar llegué al puerto más famoso de Suramérica, a ese puerto querido de épocas pretéritas al que soñaba con volver. Pero, en medio de la resaca de Pascua, las lluvias torrenciales y la desolación del fin de semana más largo del año, mis utópicos recuerdos se ahogaron en la vereda junto al resto de la basura. Y sí, tengo que confesar que los primeros días en la capital argentina no fueron los mejores; tal vez porque hace cinco años las calles olían diferente o porque mi viaje había sido bastante menos aventurero, pero algo había en el aire, un rumor de peligros y asaltos callejeros, que no me dejaba ver ese lugar fascinante que yo tanto recordaba. 


Pasaron los días y la ciudad volvió a poblarse, alguien barrió las calles, el sol ahuyentó las nubes y mi caminar porteño sonrió de nuevo. Horas y horas de merodear por parques, avenidas y museos, fastuosas comilonas de carne y pizza, y ecos de milonga y arrabal me recordaron dónde estaba y cuál era el encanto perdido de esa metrópoli indomable. Y no negaré que este mundo ha cambiado bastante desde mi última visita; majestuosas avenidas cercadas por obras interminables, calles que titilan al ritmo de cientos de luciérnagas errantes, un peso que vale cada día menos y ese mercadeo ilegal que retumba en el corazón de una ciudad al parecer algo enferma. 


No sé qué tan buenos sean ahora estos aires. Quizá la crisis económica que pronostica un clima político agitado haga de estos unos más bien duros y difíciles; quizá esa magia pasada que impregna cada esquina se esté diluyendo entre la inflación disparatada y los cajeros automáticos sin efectivo. Pero a pesar de todo eso y de que nuestro Vicentico fabuloso ahora comparta fanaticada con Franco de Vita  hay algo en Buenos Aires y quienes la conozcan entenderán lo que intento decir― que encanta, que fascina, que hace de las despedidas un nostálgico adiós y deja en el aire unas inexplicables ganas de querer volver pronto.  



sábado, 30 de marzo de 2013

Calorcito en Bariloche

Días transcurridos: 76
Kilómetros recorridos: 10.932


Si, como cuentan los noticieros, por el norte no deja de nevar, por acá la cosa está bien caliente. Bariloche, una ciudad sacada de disney, con sus techos cubiertos de nieve y gordos san bernardos paseándose para la foto, parece ahora, con este calentamiento global, un extraviado veraneadero sureño. Toda la nieve que vi ―y padecí― cuando vine en invierno hace unos años se ha derretido, entonces caminar las calles es más agradable, el chocolate caliente con coñac ya no es necesario y las múltiples capas de ropa que ahogan la respiración son absolutamente prescindibles. Algunos dirán que Bariloche pierde su magia en esta temporada, pero, en mi opinión, el calor ofrece otras posibilidades, otras gentes y otros paisajes igual de encantadores.


En el frío invernal el plan turístico consistía en caminar entre tentadoras chocolaterías y tiendas de artesanías ―no se qué tan artesanales―. Ahora, no sólo pude caminar las calles sin preocuparme por buscar refugio en algún almacén, también caminé los grandes parques naturales que rodean la ciudad y que antes sólo había visto metida entre un carro, dentro de la seguridad de un guía turístico que contaba y explicaba todo lo que había que saber de Bariloche. Esta vez lo descubrí por mi cuenta, perdida entre montañas y grandes lagos que, aunque menos blancas ellas y menos congelados aquellos, no se opacaron con ninguna nube ni algún berrinchoso tiritar de mi cuerpo. 


Siempre es extraño volver a los lugares a los que ya has ido; ver las diferentes caras que tiene un mismo paisaje y, sobre todo, lo diferente que eres tú ahora, al verlas de nuevo. Y sí, el invierno en Bariloche es definitivamente hermoso, pero en verano no lo es menos y más aún cuando cuentas con un buen par de zapatos y una buena compañía. 


miércoles, 27 de marzo de 2013

Un dulce sur

Días transcurridos: 74
Kilómetros recorridos: 10.542


No sé si es culpa del frío sureño, de la nostalgia por el hogar o del dulce imaginario que guardaba de estas tierras, pero he comido demasiado kuchen últimamente. Este mundo, tan distante de aquellos pueblos coloniales de casas con balcones, calles empedradas y plazas de armas, abre en América Latina otro de sus tantos misterios encantadores. Y no porque aquí no hubiera llegado la mano desgarradora del conquistador hispano, sino porque su huella no perduró lo suficiente. En cambio, otros fueron los colonos que llegaron a construir sus cabañas, sus iglesias luteranas y sus cocinas familiares; alemanes, austriacos y suizos hicieron de este lugar su sueño americano y aquí se dedicaron, entre otras cosas, a fermentar cerveza y hornear kuchen.  


En medio del viento, de las hojas que empiezan a ponerse coloradas y el sol que cada día calienta menos, el sabor feliz de la crema, las nueces y las manzanas calientes es, más que delicioso, reconfortante. Porque aunque los lagos son infinitamente azules y las montañas de un blanco tan limpio, su belleza no deja de ser lejana y mi asombro, frío. No ha habido un lugar más distinto a mi caótica ciudad que estos campos impecables en los que hasta el humo de las chimeneas parece pasearse feliz por el cielo impoluto. Así, las vacas pastan sonrientes y la leche es más sabrosa, y, claro está, los pasteles son más deliciosos. Entonces mi panza se pone contenta porque en la lejanía, en los más de diez mil kilómetros que me separan de casa, el apfel strudel también sabe a navidad, a infancia y a plenitud. 


Supongo que son estas cosas las que empiezas a notar cuando estás lejos; un olor dulce, una cama limpia, un pastel caliente. Por suerte estoy en el sur, donde abundan las cobijas, los chocolates y las panaderías germanas. 


viernes, 22 de marzo de 2013

Valpo

Días transcurridos: 68
Kilómetros recorridos: 9.325

Aquí nació Allende y Neruda vivió sus mejores años. Aquí se construyó el primer puerto de Chile y la primera iglesia protestante de Sudamérica. Aquí se vivieron los mejores años de la bonanza salitrera y aquí mismo, con la apertura del canal de Panamá y un fuerte sismo a principios de siglo, la ciudad entró en decadencia. Lo que muchos no saben es que aquí también, más allá de los palacios ruinosos y el puerto desolado, crece una ciudad otra; una ciudad pintoresca y vibrante que se agita en la cumbre de los cerros porteños. 


Valparaíso se camina mejor sin mapa; sus calles y callejones laberínticos confunden a cualquiera y, la verdad, jugar al cartógrafo resulta ser una gran pérdida de tiempo. Como aprendí a lo largo de mi visita, lo fascinante de la ciudad está en dejarse llevar por esos recovecos que no parecen conducir a ninguna parte. Seguro allí, en ese mismo caminar desolado e intrigante, algo insospechado aparecerá; algún lindo cafecito, una casa magnífica, un grafiti enorme; cualquier cosa sorprendente que hace de esta ciudad, de sus paredes de latón y sus colores brillantes, algo especial. 



Para los amigos del Turibus o aquellos que no gustan de las buenas caminatas inclinadas, Valpo no será la mejor opción. Mejor ir a Viña, el rincón que los adinerados porteños encontraron tras el terremoto de 1906 y en donde decidieron construir sus nuevos aposentos de millonarios. En mi opinión, nada que una visita a Boca Grande no pueda satisfacer y, definitivamente, nada comparado con esa ciudad en "decadencia" que Neruda amó y escribió desde su ventana. En conclusión, hay que venir y dormir en Valpo y a Viña...mejor ver el festival por televisión.

martes, 19 de marzo de 2013

Otra memoria, otro Santiago

Días transcurridos: 66
Kilómetros recorridos: 9.206


A Santiago vine con muchas páginas leídas; muchas tardes de Lemebeles y Richards en la biblioteca; mucha información sobre un país que no conocía y un conflicto que, no sé hasta qué punto, la academia haya podido realmente tocar. Llegar acá fue entonces ser testigo de un mundo que sólo conocía en los libros, un mundo que había imaginado por tantos días pero que, luego entendí, jamás había sentido en los huesos. 



Hoy estuve en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, un lugar consagrado a la recolección y exposición de testimonios de algunas víctimas de la dictadura de Pinochet. Después de tanto pensar y repensar la complejidad que supone relatar la memoria y, en particular, esas memorias chilenas de la dictadura, pensaba que la visita al Museo sería un complemento más a lo ya escrito y lo ya pensado. Jamás imaginé que escuchar y ver esos testimonios ―esos relatos que, siempre sostuve, eran un imposible― me estremecería hasta las lágrimas. Y es que en ese espacio, independientemente del aire acondicionado helado, se respira la frialdad y el dolor de una memoria aún latente en muchos de sus espectadores.

¿Y cómo no recordar allí a mi Colombia?, ¿cómo no soñar con que algún día en las calles de nuestras ciudades se construyan espacios como estos? Tal vez aún es romántico imaginarlo y nuestras heridas son aún demasiado frescas para ser expuestas a un público más grande. Pero sería lindo y, más que lindo, importante que existiera un lugar ―más allá de los consensos, omisiones y violencias que ejerce toda construcción de memoria― en el que podamos ver, recordar, llorar y sobretodo enfrentar a nuestros propios muertos.


Qué bueno fue venir a Santiago, una ciudad de la que me enamoré de manera inesperada, para poner en duda gran parte de aquello que había escrito con tan ingenua autoridad. Qué bueno fue, además, entender que, aunque estas memorias son tan complejas y difíciles de relatar, siempre existirán alternativas que revivan ese vacío en el que se erige su presencia. Ahora tengo más y más preguntas para Santiago. Quizá algún día deje la biblioteca y vuelva para empezar a responderlas desde aquí

miércoles, 13 de marzo de 2013

Vino mendozino

Días transcurridos: 62
Kilómetros recorridos: 8.826

Fue lindo conocerte. Fue lindo, aun en el anonimato que eres y probablemente seguirás siendo, saber que por ahí hay alguien como tú. Tan solo una noche hablé contigo, pero qué buena noche. Supongo que así son las cosas acá; solo cortos episodios, acaso unos cuantos días, para saber quién eres, de dónde vienes, a dónde vas....¿y no es eso, a fin de cuentas, lo que importa?, ¿no es el sabor de ese conocer lo que impulsa los recuerdos y precipita nuestros propios andares?

Probablemente jamás volveré a saber de ti y estos contactos virtuales serán, en efecto, tan virtuales que su ser será dudoso. Probablemente el recuerdo que me llevo de ti se irá difuminando con cada nuevo suelo que pise y cada calle y cada plaza y cada rostro desconocido que buscará un espacio en mi mente y hará del tuyo, del que ganaste esa noche, uno más y más pequeño. Imaginaré entonces lo que fuiste y lo que yo soñé que fuiste, hasta que tu nombre mismo se confunda con el rumor de otros nombres, otros suelos, otras calles y otros inventos. Desaparecerás así, como tantos otros lo han hecho, y ya tus caminos, tus historias y tus parques serán una masa amorfa en el cúmulo incontable de fotografías impresas en algún lugar de mi memoria.

Si me preguntas, no temo olvidarte porque sé que hacerlo es inevitable. Temo, tal vez, olvidar la ficción que he creado sobre ti y quizá por eso mismo te escribo y te he venido escribiendo por tantos días; como si las palabras no fueran igual de opacas que los recuerdos; como si intentar capturar algo de lo vivido no fuera tan vidrioso e ingenuo como querer atrapar los ecos de una canción ya escuchada, de un paisaje ya visto, de unas manos ya tocadas. ¿Y a dónde voy yo con todo esto? A ningún lugar más allá de este papel que ya conoces, que ya alguna vez leíste y en el que hoy vuelves a leerte como reflejado en un espejo infinito. Aquí estás, de la manera más inútil y efímera en que puedes estarlo. Estás sin estar, sin dejarme hablarte o tocarte o volver a ti como me gustaría hacerlo. Aquí te dejo entonces, en las palabras y rumores que no eres, para imaginarte o, mejor, para imaginar lo que alguna vez imaginé que fuiste.

jueves, 7 de marzo de 2013

Andá

Días transcurridos: 56
Kilómetros recorridos: 8.167

En un viaje como este lo que más extrañas de casa es tal vez el baño privado. Y sí que lo extrañas, pero también extrañas otras cosas; echarte en un sofá a ver tele y no hacer nada, sentarte en la mesa con tu familia a almorzar el domingo y poder utilizar la nevera sin temor a que algún polizón haga uso ilegítimo de tus víveres. Son montones las cosas insignificantes que normalmente hacen parte de tu vida y suelen pasar desapercibidas. Al estar lejos las notas y no sé si ello te haga valorarlas más o menos, pero, lo quieras o no, pasas a ser consciente de su ausencia.

La última semana hemos estado en Córdoba, en casa de una prima de Jose que nos recibió con los brazos abiertos. Aquí, de una u otra forma ―de la forma en que la distancia y la soledad te acercan a unos "tuyos" que en realidad no son tan tuyos, pero así terminan por serlo―, nos hemos sentido como en casa. Casa cordobesa de asados argentinos, Malbec mendozino, partidos de Boca y "pelotudeses" de la farándula criolla, claro está, pero, a fin de cuentas, casa, con cafecito colombiano caliente, películas truchas, partidas de canasta y esa generosidad desbordada que Caro y Lucho seguro aprendieron de sus abuelas.



En unos días cumpliremos los dos meses de viaje y esta larga parada ―la más larga en lo que va del recorrido― ha llegado en el momento justo. Tiempo para tomar un respiro, reunir fuerzas y calorías para el frío que viene, y descansar un poco del trajín diario. La quietud es a veces necesaria para recordar que hay que seguir andando, que a andar fue a lo que vinimos y que, confiando en la energía y la salud futura, seguiremos andando por mucho tiempo más. Así que, con la barriga demasiado llena y el corazón muy contento, partimos a Mendoza después de una feliz semana en casa. La vida de reyes quedará otra vez suspendida en el dulce recuerdo de las pizzas nocturnas y las toallas limpias, para empezar, como empezamos dos meses atrás, a andar sin rumbo fijo. 



sábado, 2 de marzo de 2013

Moscas

Días transcurridos: 49
Kilómetros recorridos: 7.601


Calor. Calor ardiente, sofocante. Pasos lentos, caminos sinuosos, olores tibios. Moscas, moscas y más moscas. Ahí estabas tú, roncando en la esquina de la cama blanda, demasiado blanda, que una mujer anciana nos había prestado para dormir esa noche. Yo te oía roncar y oía también al mosquito endemoniado que zumbaba a nuestro alrededor sin descanso. No podía dormir. La rasquiña y el calor eran muy intensos y los borrachos de afuera no daban tregua. Esa tarde habíamos comido cualquier cosa en el mercado local. Los pesos que nos quedaban costearon un almuerzo barato que ahora se quejaba entre mis tripas perezosas. Tú dormías impermeable a mis quejidos y yo, en vano, intentaba obligarte a compartir mis sufrimientos.

Hace casi cincuenta noches que dormimos juntos. No sé si la cifra sea o no significativa, pero yo jamás había dormido tantas noches con nadie. Siempre he dormido bien contigo y, al verte así, diría que opinas lo mismo. Tú tampoco habías hecho esto antes e imagino que para ti todo esto es igual de nuevo, igual de extraño. Ayer me decías que será confuso el día en que, de vuelta en casa, cada uno duerma en su cama. Seguro será triste no tenerte cerca, pero creo que, como todo en la vida, pronto aprenderemos a dormir solos otra vez. Eso me aterroriza; pensar que, en un parpadeo, volveré a aprender todo lo que con tanto esfuerzo he intentado desaprender aquí. Yo aún no sé qué es lo que quiero hacer conmigo ni si serás o no testigo de mi querer, sólo sé que lo que allá fui, lo que hice durante tantos años, no quiero repetirlo a mi regreso. No con esa misma pasividad autómata, al menos; no con la placidez del engaño fácil, como aquella con la que dormías, que bien sabe disfrazarse de seguridad, satisfacción y complacencia.

Finalmente los borrachos se fueron a dormir y solo tus ronquidos y el zumbar de la mosca infeliz permanecían intactos. ¿Cuántas noches más nos quedarán juntos? Ella solo sabía revolotear, posarse un instante sobre tu nariz y salir volando de nuevo.

miércoles, 27 de febrero de 2013

Vaguedades


Días transcurridos: 45
Kilómetros recorridos: 7.469

Aquí, en el nordeste argentino, no hay grandes centros urbanos con agitadas calles o caóticos pasajes. Por el contrario, en la región (Jujuy, Salta, Tucumán) abundan apacibles pueblitos coloniales, hoy por hoy infestados por hordas de porteños que huyen del trajín capitalino. Dado el panorama, a eso también me he dedicado; a recorrer con calma las calles empedradas con casitas pintorescas y sauces llorones, visitar los viñedos locales y saborear uno que otro alfajor artesanal. El ajetreo del camino que venía recorriendo, ese de los grandes parajes turísticos y las visitas obligadas, ha ido entonces desapareciendo. En consecuencia, una tranquilidad, hasta ahora desconocida, ronda el viaje y, con ella, la oportunidad para pensar un poco más en esto que estoy haciendo.


Ya casi cumplo dos meses de travesía y hace un buen rato que esto dejó de ser un paseo vacacional. La sensación de que el viaje es algo temporal y pronto volveré  a casa a darme un buen duchazo, dormir en mi cama y regresar a la rutina de siempre, ya no existe. Lo quiera o no, aquí debo cargar con mis alegrías, infelicidades y malos olores a todas partes, sin tiempo para descansos, berrinches o auxilios maternales. De alguna manera, me he acostumbrado a la orfandad y se ha vuelto habitual no saber en qué lugar estoy, a dónde voy o cuál será mi cama la noche que viene. Supongo que, eventualmente, el trajín  constante, la incapacidad de desempacar la maleta y la eterna incertidumbre se traducirán en un cansancio abrumador e inevitables nostalgias hogareñas, pero, por lo pronto, creo que a mi espíritu le ha sentado bien el cambio. Los que me conocen sabrán que para mí soltar las riendas y adoptar –desde el feliz simulacro que termina por ser un viaje así algo de alma vagabunda, no ha sido fácil. Pero, con el paso de los días, he terminado por ceder ante las circunstancias y, con más resignación que desespero, mi rigidez es ahora algo más “maleable”.


Cuando uno está inmerso en una rutina cómoda, más allá de su facilidad o exigencia, no imagina que hacer algo así sea posible. Desde esa comodidad siempre serán más los obstáculos, miedos y objeciones que los posibles goces o aprendizajes venideros. Aquí  muchos temores se desdibujan y la mayoría de los obstáculos contemplados parecen ridículos. Claro que aparecen otros y que el viaje supone otros retos, afanes y, en especial, muchísimas incomodidades. ¡¡Pero qué buenas incomodidades!!...qué bueno es dejar de ver televisión, olvidarse de que los espejos existen y no tener que rendirle cuentas a nadie... Sí, hacer esto no es siempre sencillo y seguro no es para cualquiera, pero, si algo he aprendido hasta ahora, es que resulta más interesante salir a pelear con atracadores, cholitos y agentes de inmigración que quedarse en casa imaginando las posibilidades. 



sábado, 23 de febrero de 2013

El norte del sur

Días transucurridos: 41
Kilómetros recorridos: 7.281 

La fila de inmigración era larga y el hambre de las primeras horas matutinas no se hacía esperar. Estábamos en un puente entre Villazón (Bolivia) y La Quiaca (Argentina) con los nervios vigilantes de un par de colombianos que cruzan la frontera sin pasaporte. Por suerte, Argentina nos recibió con su bandera ondeante y unos agentes migratorios demasiado amables ―teniendo en cuenta nuestras experiencias previas―. De allí tomamos un bus a Humahuaca, Jujuy; primera parada en este país del sur que en nada se parecía al paisaje boliviano que habíamos dejado atrás. 



Hace unos cuantos años vine a Argentina con mi familia. Pasé por Buenos Aires y Bariloche, y algo creía conocer de estas tierras. Lo cierto es que, en lo que va del recorrido, el noreste argentino ha sido diametralmente diferente a esa revolución cosmopolita que yo había observado en la capital. No sé muy bien por qué los colombianos tendemos a pensar en los argentinos como seres de otro planeta, más europeos que latinoamericanos, que poco o nada tienen en común con nosotros. Yo misma había alimentado esa imagen con mi viaje anterior, pero aquí me he dado cuenta que el panorama es, más bien, el opuesto. 



Sí, los argentinos son más bonitos y su acento es encantador, pero su país atraviesa una situación político-económica tan compleja como la de cualquiera de los países andinos que hemos visitado y los dejos tercermundistas no vacilan en aparecen de tarde en tarde; para conseguir un buen cambio por el dólar hay que ir al mercado negro, en días feriados el pueblo entero sale a hacer paseo de olla al campo y, en lugar de socializar con una cerveza, los locales te dan un poco de su mate y se hacen tus amigos. Claro está que hay muchas otras cosas que hacen de esta una cultura tan particular como cualquiera. Supongo que en el recorrido ya iré descubriendo en qué radica esa particularidad. Por ahora, desde la provincia de Jujuy y yendo poco a poco al sur, me despido mientras me regodeo en vino delicioso, empanadas de carne y Fernet, mi nuevo coctel favorito. 

martes, 19 de febrero de 2013

En el cielo


Días transcurridos: 38
Kilómetros recorridos: 6.701

El salar era uno de los lugares que más ansiaba ver en todo el viaje. Mucho me habían hablado de su maravilla y, a decir verdad, me parece imposible describirla aquí. No es sólo una explanada inmensa cubierta de sal; estar en el salar es como estar en el cielo. Solo ves las nubes reflejadas en el agua y el horizonte no acaba nunca. Es un lugar verdaderamente mágico y ojalá todos tuvieran la oportunidad de verlo algún día.



Todo empezó con una fugaz visita a las minas de Potosí. Allí paramos, en medio del camino entre Sucre y el pueblo de Uyuni. Estar entre una mina a más de 4.700 metros de altura no es cosa de cobardes; el oxigeno es escaso, el aire está lleno de polvo y el calor aumenta con cada paso que das. La mina, además, está activa y, por tanto, para nosotros, un par de turistas ingenuos e indefensos, la indiferencia de los trabajadores que allí conocimos no fue menos que impactante.

De la mina salimos directo al pueblo y, a la mañana siguiente, nos embarcamos en un viaje de tres días para conocer el salar y los parques naturales que lo rodean. Desde el principio todo marchó bien. Nuestras compañeras de viaje fueron un par de chilenas y otro de brasileras encantadoras con las que hablamos y nos divertimos por montones.  En el camino, cada parada descubría un paisaje más impresionante que el anterior, y, en medio de un millar de fotos, intentábamos contar algo de lo que estábamos viendo.


No sé si fueron las enormes expectativas que tenía o la inmensidad de un paisaje desconocido que te deja atónito, pero ese sur boliviano dejó una gran impresión en mí.  Fue la última parada en Bolivia y, salvo uno que otro inconveniente ocasional, pienso que es un país tan perturbador como fascinante. Aquí vi los paisajes más hermosos de esos que te hacen dejar la cámara y las palabras a un lado para simplemente contemplar con la esperanza de retener algo de esa imagen en tu futura memoria, me topé con las personas más generosas y, lo más importante, conocí muy tangencialmente una cultura y una manera de pensar que no había visto antes.


Bolivia, tan diferente a Colombia y a lo que conozco, tiene esa particularidad de reafirmar, a través de los actos más simples y cotidianos, un ser americano orgulloso de su tierra y su presente.  Esa manía tan nuestra de mirar siempre al norte, de comparar nuestra escases con su abundancia, de menospreciar una cultura que creemos menos “rica”, “culta” o “civilizada”. Aquí las cosas no son así, las personas no piensan en lo que no son y, al menos en lo que yo alcancé a percibir, no querrían tampoco ser ninguna otra cosa. Qué lindo es querer lo que eres y saber que lo que tienes, de una u otra forma, basta; qué lindo fue este pueblo y  ojalá la vida me traiga algún día de vuelta.  

lunes, 18 de febrero de 2013

De cráteres y carnavales

Días transcurridos: 34
Kilómetros recorridos: 6.101

Para una bogotana como yo, que pocas veces ha salido a la calle a festejar algo y no sé qué tanto sabor tenga en la sangre, los carnavales son algo ajeno. Al llegar a Sucre me topé con la fiesta desordenada, la bulla sin sentido y esa forma un tanto agresiva de avivar la celebración, propia de los carnavales bolivianos que rinden tributo a la cosecha por venir. En la mañana la ciudad parecía desolada, pero, a medida que avanzaba el día, fueron apareciendo pequeñas pandillas de niños armados con pistolas y bombas de agua. Para resumir, el intento de visitar Sucre resultó en una tremenda empapada y, con ella, el deseo de huir un rato del campo de batalla.


Fue entonces cuando decidimos ir a Maragua, un cráter en medio de la cordillera que, cuenta la leyenda, fue producido por un fragmento del meteorito que hace millones de años colisionó en la tierra y acabó con los dinosaurios. El paseo incluía una buena caminata por el camino del Inca hacia un pequeño pueblo ubicado justo en el centro del cráter. Pero claro, olvidando que los imprevistos no nos abandonan nunca, lejos estábamos de imaginar que llovería a cántaros y el regreso a Sucre sería imposible. Por más de tres horas estuvimos paleando lodo y levantando piedras, pues la "carretera", mojada y jabonosa, era intransitable. Finalmente llegó la noche y no hubo más que hacer sino regresar al pueblo a buscar posada.


Maragua es un pueblo de no más de quinientos habitantes que aún no cuenta con vías pavimentadas ni electricidad. Sus pobladores, en su mayoría Quechuas que no hablan español, caminan por días para comercializar sus productos. Allí llegamos y allí, con esa extraña generosidad boliviana de la que he venido hablando, nos recibieron. En las casas de los locales, pequeñas chozas hechas con paja, adobe y piedra volcánica, nos dieron matecito caliente, sopa de trigo y, lo más importante, un techo calientito para dormir. Ahí aprendí a decir "gracias" (panchi), pues de no haber sido por ellos, quién sabe qué sería de nosotros. Así son los bolivianos, te hablan poco, te miran mucho y, si ven que lo necesitas, te abren la puerta de su casa para compartir contigo lo poquísimo que tienen.




miércoles, 13 de febrero de 2013

Uma

Días transcurridos: 31
Kilómetros recorridos: 5.236

Ezequiel vive en la Isla del Sol. Como podrán imaginarlo, el lugar es un pequeño santuario en medio del Titicaca ―¡no son íbamos a ir sin pasar por el Titicaca!― que hace siglos fue testigo del paso de los Incas y hoy es habitado por cerca de ciento cincuenta familias, entre ellas la de Ezequiel. A él lo conocí en el pequeño bote que diariamente viaja de Copacabana a la isla y allí, sentados mientras pasaba el tiempo, me contó algunas historias (en vista de que he perdido todos mis libros, oír historias es mi nuevo pasatiempo). 


Su comunidad se llama Umari ―uma en aymara significa agua― y todos allí viven principalmente del turismo que visita la isla. Lo bueno, contaba Ezequiel, es que, gracias a la Reforma Agraria promulgada en la constitución del 2009, las tierras de la isla pasaron a ser suyas, de sus habitantes. Así, los pocos blancos que se habían dedicado a explotar los terrenos por siglos fueron desalojados y el negocio del turismo pasó a manos de la comunidad. Para Ezequiel eso también explicaba la extraña actitud que yo había percibido en los locales. Su aparente apatía era, más bien, fruto de una incubada desconfianza hacia los blancos explotadores. 



Hasta ese momento Bolivia había sido un lugar extraño y difícil. Las palabras de Ezequiel no solo me ayudaron a entender un poco mejor algunas de las peculiaridades de este país, sino que, en medio de la facilidad y sinceridad con la que me habló, entendí la generosidad, una generosidad tal vez sutil e imperceptible, con la que, en últimas, los locales reciben a los extraños en sus tierras. En Bolivia la devoción pagana flota en el aire, las máscaras de carnaval son deslumbrantes para cualquier extranjero y el amor que sus habitantes le profesan a la hoja de coca puede parecer excesivo. Pero, son esas particularidades, esas miradas esquivas que poco parecen decir y poco parecen querer saber, las que terminan por hacer de este lugar un misterio tan encantador como los grandes centros turísticos que he visitado. 

Bolivia ha significado para mí un choque cultural mucho más complejo del que jamás imaginé que sería. Quizá con el pasar de los días lo pueda ir explicando mejor...







lunes, 11 de febrero de 2013

Desaguada


Días transcurridos: 29
Kilómetros recorridos: 5.081

La última entrada del blog la terminé de escribir sentada en el mercado de Aguas Calientes. Eso fue antes de que el tour que habíamos contratado nos robara un desayuno; antes de que el transporte a Cusco por poco nos abandonara en medio de la nada; antes de que un derrumbe en la carretera obstruyera nuestro camino; y antes, último pero no menos importante, de que alguien en el bus rumbo a Puno robara mi maleta y con ella mi pasaporte. 

Así me despedí de Perú, entre comisarias, estaciones de policía y oficinas de migración, buscando una manera de salir del país sin tener que regresar a Lima. Por fortuna, una mujer me contactó con un amigo suyo, agente de migración en la frontera de Desaguadero, que me ayudaría a salir de ahí.  Ya imaginarán la clase de sitio que era ese tal Desaguadero y el dinero que, obviamente, debí darle a mi nuevo “amigo” para que me aprobara la salida. Finalmente lo logré y, en contra de lo esperado, no hubo mayor problema para entrar a Bolivia.

La rabia y el agotamiento vinieron después, perdidos en ese pueblo de mala muerte en el que todos los acercamientos fueron terriblemente hostiles y nadie nos quiso ayudar. Eventualmente, sin tener idea de en dónde estábamos o a dónde debíamos ir, logramos tomar un carro a La Paz sin ver el Titicaca como habríamos querido ni pasar por Copacabana.   


En total, desde Aguas Calientes hasta La Paz, fueron más de veinte horas de viaje en las que poco dormimos y escasamente comimos algo. Estábamos agotados y supongo que molestos por toda la situación. Mientras tanto, entrábamos a una ciudad ridículamente caótica, cuyo pueblo alborotado se alistaba para el carnaval de los días siguientes. La Paz, que no sé exactamente por qué lleva ese nombre, no fue entonces el lugar ideal, pero, con la respiración zen y el paso de las horas, volvimos a dormir, a comer delicioso, a reírnos de nuestro folclor latinoamericano y a disfrutar el trago amargo. Ya pasamos la página y el viaje continúa, sin pasaporte, sin cepillo de dientes y sin Lonely Planet, pero continúa.