Días transcurridos: 94
Kilómetros recorridos: 12.943
Como burlándose de mis anteriores quejas y reclamos, de mis mal agradecidas desventuras por la capital federal, Buenos Aires me trajo de vuelta para contagiarme de su frenético discurrir. Tal vez fue la lluvia en Montevideo o el temor a los astronómicos precios brasileros, pero, a último minuto y sin mucho qué discutir, embarcamos un buquebus rumbo a Puerto Madero. Así volvimos al puerto del que nos habíamos despedido unos días antes, ya sin la ansiedad de descubrir al monstruo metropolitano, pero, eso sí, con un bellísimo par de boletas de The Cure entre el bolsillo.
Y fue lindo volver a Buenos Aires, no sé si por ser Buenos Aires o por la placentera sensación de volver a un lugar conocido. Ya no tuvimos que pedir un mapa o buscar cansados alguna posada cercana. Allí llegamos como el viajero que vuelve a casa, como quien sabe dónde está y hacia dónde se dirige. Entonces caminamos por las calles sin vacilar, montamos en el subte como buenos residentes y aprovechamos el inesperado regreso para hacer varias de las visitas que habían quedado pendientes.
Buenos Aires, con vientos más fríos y montones de hojarasca que empiezan a descansar en el piso, me mostró otra de sus caras, otra de las tantas que tiene y que voy descubriendo con cada nueva visita. Y no fue sólo el concierto en el Monumental, el paseo por el delta o el mejor choripan de San Telmo lo que hizo de este un fin de semana inolvidable. Fue, sobretodo, la compañía de un amigo olvidado, la seguridad de una casa conocida y las incontables carcajadas nocturnas. Porque qué grato es volver a un lugar que ya conoces, más aún cuando un viejo conocido te recibe con los brazos abiertos y, sin importar las grietas que abre el tiempo y la distancia, te hace sentir otra vez como en casa.
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