Días transcurridos: 84
Kilómetros recorridos: 12.501
Con la maleta pesada y los pies cansados de tanto andar llegué al puerto más famoso de Suramérica, a ese puerto querido de épocas pretéritas al que soñaba con volver. Pero, en medio de la resaca de Pascua, las lluvias torrenciales y la desolación del fin de semana más largo del año, mis utópicos recuerdos se ahogaron en la vereda junto al resto de la basura. Y sí, tengo que confesar que los primeros días en la capital argentina no fueron los mejores; tal vez porque hace cinco años las calles olían diferente o porque mi viaje había sido bastante menos aventurero, pero algo había en el aire, un rumor de peligros y asaltos callejeros, que no me dejaba ver ese lugar fascinante que yo tanto recordaba.
Pasaron los días y la ciudad volvió a poblarse, alguien barrió las calles, el sol ahuyentó las nubes y mi caminar porteño sonrió de nuevo. Horas y horas de merodear por parques, avenidas y museos, fastuosas comilonas de carne y pizza, y ecos de milonga y arrabal me recordaron dónde estaba y cuál era el encanto perdido de esa metrópoli indomable. Y no negaré que este mundo ha cambiado bastante desde mi última visita; majestuosas avenidas cercadas por obras interminables, calles que titilan al ritmo de cientos de luciérnagas errantes, un peso que vale cada día menos y ese mercadeo ilegal que retumba en el corazón de una ciudad al parecer algo enferma.
No sé qué tan buenos sean ahora estos aires. Quizá la crisis económica que pronostica un clima político agitado haga de estos unos más bien duros y difíciles; quizá esa magia pasada que impregna cada esquina se esté diluyendo entre la inflación disparatada y los cajeros automáticos sin efectivo. Pero a pesar de todo eso ―y de que nuestro Vicentico fabuloso ahora comparta fanaticada con Franco de Vita― hay algo en Buenos Aires ―y quienes la conozcan entenderán lo que intento decir― que encanta, que fascina, que hace de las despedidas un nostálgico adiós y deja en el aire unas inexplicables ganas de querer volver pronto.
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