Días transcurridos: 98
Kilómetros recorridos: 14.636
La selva, selva magnánima, atroz, carnívora, estrepitosa y viva, ha sido domada, por los no menos magnánimos, atroces,
carnívoros y estrepitosos taladros humanos, junto con sus más temibles fieras;
enormes paredes de agua son surcadas por sólidos puentes de metal, suelos agrestes
transformados en perfectos caminitos adoquinados, monos silvestres que ahora
comen papas fritas y, por qué no, un Sheraton en medio de las cataratas de
Iguazú.
A esta selva llegué hace unos días, a un mundo que no podía
dejar de recordarme a los húmedos pueblos colombianos que tanto visité en mi
infancia, siempre adormecidos por el calor incesante del medio día y con algún
tranquilo río cercano en el cual sofocarlo. Pero aquí, a diferencia de aquellas
vacaciones perdidas, vine a ver las grandes cataratas; esas de las que hablaba NatGeo con tanto entusiasmo y que en las postales parecían tan deslumbrantes.
No debo ocultar mi sorpresa ante el funcional complejo
“disneyworldesco” que ha construido Argentina en su porción de este terreno.
Demasiados trenes, peluches y tiendas de recuerdos para mi gusto, demasiado
adorno sobre un paisaje que no necesita ornamentos. Porque, eso sí, las
cataratas hablan por sí solas y el poder contemplarlas ha sido una de las
grandes dichas de este viaje. Pero es
que entre tanta gente, tanto turista –y, por supuesto, me incluyo en el combo– gritando empapado bajo el agua sagrada que cae del cielo, tanto mono mendigando
por cualquier pedazo de comida chatarra, la contemplación se dificulta
bastante. Algo de la magia bestial de esa selva inhóspita se pierde entonces en
el camino; algo de ese maremágnum acuático se debilita con los infinitos “clicks”
de las fotografías viajeras.
Sin embargo, algo de lo que alguna vez imagino que fueron la
selva y sus aguas también palpita en el aire, en el sonido estruendoso del
líquido que golpea las rocas sin piedad. Aún en el crepitar de la muchedumbre, las
cataratas resultan hermosas y abrumadoras, feroces e imparables. Con suerte,
será ese y no otro el recuerdo que yo me lleve a casa, porque, no me
malinterpreten, más allá del montaje circense que percibí, esta maravilla merece ser visitada.
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