miércoles, 27 de marzo de 2013

Un dulce sur

Días transcurridos: 74
Kilómetros recorridos: 10.542


No sé si es culpa del frío sureño, de la nostalgia por el hogar o del dulce imaginario que guardaba de estas tierras, pero he comido demasiado kuchen últimamente. Este mundo, tan distante de aquellos pueblos coloniales de casas con balcones, calles empedradas y plazas de armas, abre en América Latina otro de sus tantos misterios encantadores. Y no porque aquí no hubiera llegado la mano desgarradora del conquistador hispano, sino porque su huella no perduró lo suficiente. En cambio, otros fueron los colonos que llegaron a construir sus cabañas, sus iglesias luteranas y sus cocinas familiares; alemanes, austriacos y suizos hicieron de este lugar su sueño americano y aquí se dedicaron, entre otras cosas, a fermentar cerveza y hornear kuchen.  


En medio del viento, de las hojas que empiezan a ponerse coloradas y el sol que cada día calienta menos, el sabor feliz de la crema, las nueces y las manzanas calientes es, más que delicioso, reconfortante. Porque aunque los lagos son infinitamente azules y las montañas de un blanco tan limpio, su belleza no deja de ser lejana y mi asombro, frío. No ha habido un lugar más distinto a mi caótica ciudad que estos campos impecables en los que hasta el humo de las chimeneas parece pasearse feliz por el cielo impoluto. Así, las vacas pastan sonrientes y la leche es más sabrosa, y, claro está, los pasteles son más deliciosos. Entonces mi panza se pone contenta porque en la lejanía, en los más de diez mil kilómetros que me separan de casa, el apfel strudel también sabe a navidad, a infancia y a plenitud. 


Supongo que son estas cosas las que empiezas a notar cuando estás lejos; un olor dulce, una cama limpia, un pastel caliente. Por suerte estoy en el sur, donde abundan las cobijas, los chocolates y las panaderías germanas. 


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