Días transcurridos: 45
Kilómetros recorridos: 7.469
Aquí, en el nordeste argentino,
no hay grandes centros urbanos con agitadas calles o caóticos pasajes. Por el
contrario, en la región (Jujuy, Salta, Tucumán) abundan apacibles pueblitos
coloniales, hoy por hoy infestados por hordas de porteños que huyen del trajín
capitalino. Dado el panorama, a eso también me he dedicado; a
recorrer con calma las calles empedradas con casitas pintorescas y sauces
llorones, visitar los viñedos locales y saborear uno que otro alfajor
artesanal. El ajetreo del camino que venía recorriendo, ese de los grandes
parajes turísticos y las visitas obligadas, ha ido entonces desapareciendo.
En consecuencia, una tranquilidad, hasta ahora desconocida, ronda el viaje y,
con ella, la oportunidad para pensar un poco más en esto que estoy haciendo.
Ya casi cumplo dos meses de travesía y hace un buen rato que esto dejó de ser un paseo vacacional. La sensación de que el viaje es algo temporal y pronto volveré a casa a darme un buen duchazo, dormir en mi cama y regresar a la rutina de siempre, ya no existe. Lo quiera o no, aquí debo cargar con mis alegrías, infelicidades y malos olores a todas partes, sin tiempo para descansos, berrinches o auxilios maternales. De alguna manera, me he acostumbrado a la orfandad y se ha vuelto habitual no saber en qué lugar estoy, a dónde voy o cuál será mi cama la noche que viene. Supongo que, eventualmente, el trajín constante, la incapacidad de desempacar la maleta y la eterna incertidumbre se traducirán en un cansancio abrumador e inevitables nostalgias hogareñas, pero, por lo pronto, creo que a mi espíritu le ha sentado bien el cambio. Los que me conocen sabrán que para mí soltar las riendas y adoptar –desde el feliz simulacro que termina por ser un viaje así– algo de alma vagabunda, no ha sido fácil. Pero, con el paso de los días, he terminado por ceder ante las circunstancias y, con más resignación que desespero, mi rigidez es ahora algo más “maleable”.
Ya casi cumplo dos meses de travesía y hace un buen rato que esto dejó de ser un paseo vacacional. La sensación de que el viaje es algo temporal y pronto volveré a casa a darme un buen duchazo, dormir en mi cama y regresar a la rutina de siempre, ya no existe. Lo quiera o no, aquí debo cargar con mis alegrías, infelicidades y malos olores a todas partes, sin tiempo para descansos, berrinches o auxilios maternales. De alguna manera, me he acostumbrado a la orfandad y se ha vuelto habitual no saber en qué lugar estoy, a dónde voy o cuál será mi cama la noche que viene. Supongo que, eventualmente, el trajín constante, la incapacidad de desempacar la maleta y la eterna incertidumbre se traducirán en un cansancio abrumador e inevitables nostalgias hogareñas, pero, por lo pronto, creo que a mi espíritu le ha sentado bien el cambio. Los que me conocen sabrán que para mí soltar las riendas y adoptar –desde el feliz simulacro que termina por ser un viaje así– algo de alma vagabunda, no ha sido fácil. Pero, con el paso de los días, he terminado por ceder ante las circunstancias y, con más resignación que desespero, mi rigidez es ahora algo más “maleable”.
Cuando uno está inmerso en una
rutina cómoda, más allá de su facilidad o exigencia, no imagina que hacer algo
así sea posible. Desde esa comodidad siempre serán más los obstáculos, miedos y
objeciones que los posibles goces o aprendizajes venideros. Aquí muchos temores se desdibujan y la mayoría de
los obstáculos contemplados parecen ridículos. Claro que aparecen otros y que
el viaje supone otros retos, afanes y, en especial, muchísimas incomodidades.
¡¡Pero qué buenas incomodidades!!...qué bueno es dejar de ver televisión, olvidarse de que los espejos existen y no tener que rendirle cuentas a nadie... Sí, hacer esto no es siempre sencillo y seguro no es para cualquiera, pero, si algo he aprendido hasta ahora, es que resulta más interesante salir a pelear con atracadores, cholitos y agentes de inmigración que quedarse en casa imaginando las posibilidades.
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