Días transcurridos: 34
Kilómetros recorridos: 6.101
Para una bogotana como yo, que pocas veces ha salido a la calle a festejar algo y no sé qué tanto sabor tenga en la sangre, los carnavales son algo ajeno. Al llegar a Sucre me topé con la fiesta desordenada, la bulla sin sentido y esa forma un tanto agresiva de avivar la celebración, propia de los carnavales bolivianos que rinden tributo a la cosecha por venir. En la mañana la ciudad parecía desolada, pero, a medida que avanzaba el día, fueron apareciendo pequeñas pandillas de niños armados con pistolas y bombas de agua. Para resumir, el intento de visitar Sucre resultó en una tremenda empapada y, con ella, el deseo de huir un rato del campo de batalla.
Fue entonces cuando decidimos ir a Maragua, un cráter en medio de la cordillera que, cuenta la leyenda, fue producido por un fragmento del meteorito que hace millones de años colisionó en la tierra y acabó con los dinosaurios. El paseo incluía una buena caminata por el camino del Inca hacia un pequeño pueblo ubicado justo en el centro del cráter. Pero claro, olvidando que los imprevistos no nos abandonan nunca, lejos estábamos de imaginar que llovería a cántaros y el regreso a Sucre sería imposible. Por más de tres horas estuvimos paleando lodo y levantando piedras, pues la "carretera", mojada y jabonosa, era intransitable. Finalmente llegó la noche y no hubo más que hacer sino regresar al pueblo a buscar posada.
Maragua es un pueblo de no más de quinientos habitantes que aún no cuenta con vías pavimentadas ni electricidad. Sus pobladores, en su mayoría Quechuas que no hablan español, caminan por días para comercializar sus productos. Allí llegamos y allí, con esa extraña generosidad boliviana de la que he venido hablando, nos recibieron. En las casas de los locales, pequeñas chozas hechas con paja, adobe y piedra volcánica, nos dieron matecito caliente, sopa de trigo y, lo más importante, un techo calientito para dormir. Ahí aprendí a decir "gracias" (panchi), pues de no haber sido por ellos, quién sabe qué sería de nosotros. Así son los bolivianos, te hablan poco, te miran mucho y, si ven que lo necesitas, te abren la puerta de su casa para compartir contigo lo poquísimo que tienen.
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