Días transcurridos: 38
Kilómetros recorridos: 6.701
El salar era uno de los lugares que más ansiaba ver en todo
el viaje. Mucho me habían hablado de su maravilla y, a decir verdad, me parece
imposible describirla aquí. No es sólo una explanada inmensa cubierta de sal;
estar en el salar es como estar en el cielo. Solo ves las nubes reflejadas en
el agua y el horizonte no acaba nunca. Es un lugar verdaderamente mágico y ojalá
todos tuvieran la oportunidad de verlo algún día.
Todo empezó con una fugaz visita a las minas de Potosí. Allí
paramos, en medio del camino entre Sucre y el pueblo de Uyuni. Estar entre una
mina a más de 4.700 metros de altura no es cosa de cobardes; el oxigeno es
escaso, el aire está lleno de polvo y el calor aumenta con cada paso que das.
La mina, además, está activa y, por tanto, para nosotros, un par de turistas
ingenuos e indefensos, la indiferencia de los trabajadores que allí conocimos
no fue menos que impactante.
De la mina salimos directo al pueblo y, a la mañana
siguiente, nos embarcamos en un viaje de tres días para conocer el salar y los
parques naturales que lo rodean. Desde el principio todo marchó bien. Nuestras
compañeras de viaje fueron un par de chilenas y otro de brasileras encantadoras
con las que hablamos y nos divertimos por montones. En el camino, cada parada descubría un
paisaje más impresionante que el anterior, y, en medio de un millar de fotos,
intentábamos contar algo de lo que estábamos viendo.
No sé si fueron las
enormes expectativas que tenía o la inmensidad de un paisaje desconocido que te
deja atónito, pero ese sur boliviano dejó una gran impresión en mí. Fue la última parada en Bolivia y, salvo uno
que otro inconveniente ocasional, pienso que es un país tan perturbador como fascinante.
Aquí vi los paisajes más hermosos ―de
esos que te hacen dejar la cámara y las palabras a un lado para simplemente
contemplar con la esperanza de retener algo de esa imagen en tu futura memoria―, me topé con las
personas más generosas y, lo más importante, conocí muy tangencialmente una
cultura y una manera de pensar que no había visto antes.
Bolivia, tan diferente a Colombia y a lo que conozco, tiene
esa particularidad de reafirmar, a través de los actos más simples y
cotidianos, un ser americano orgulloso de su tierra y su presente. Esa manía tan nuestra de mirar siempre al
norte, de comparar nuestra escases con su abundancia, de menospreciar una
cultura que creemos menos “rica”, “culta” o “civilizada”. Aquí las cosas no son
así, las personas no piensan en lo que no son y, al menos en lo que yo alcancé
a percibir, no querrían tampoco ser ninguna otra cosa. Qué lindo es querer lo
que eres y saber que lo que tienes, de una u otra forma, basta; qué lindo fue
este pueblo y ojalá la vida me traiga
algún día de vuelta.
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