viernes, 11 de enero de 2013

Quitografìas


Días transcurridos: 1
Kilómetros recorridos: 730,923
Síncopes neurocardiogénicos: 0

Entre la despedida con los amigos y las cervezas de más, la madrugada zombie y el vuelo a Quito pasaron volando. Finalmente me fui de Bogotá y, aunque aún no termino de asumir mi nuevo estatus de viajero vagabundo, los nervios y las expectativas  son incontrolables.

La comida del avión fue tan horrible  como lo esperaba, pero debo confesar que Quito, la ciudad que tantos egos bogotanos habían descrito como fea, insegura y gris, supo sorprenderme.  Primera parada: corvina frita y locro ―"potaitosup" para nosotros en el mercado local porque ya aprendí que la mejor comida siempre la sirven ahí.  Fuimos a “Donde Michita” y Michita estaba feliz porque habíamos comido en su puesto, aunque un tanto extrañada de que Jose supiera su nombre.  Con la barriga llena y el corazón contento salimos entonces a caminar por el centro y qué lindo fue ese centro. De iglesia en iglesia, entre conversaciones sobre arte religioso  y varios intentos de fotografía profesional, caminamos sin parar. Volvimos agotados al hostal y justo cuando pesamos que dormiríamos profundamente el resto de la noche, terminamos en una intrépida excursión hacia el Panecillo, tomamos canelazo y comimos fritada en la Plaza Foch. 



No supe por qué la Virgen de Quito tenía cadenas en las manos, por qué la mayoría de las iglesias ondeaban la bandera nacional o quién había sido ese tal Foch. Pero aprendí que la naranjilla es un lulo y no una naranja pequeña, el canelazo quiteño es mucho más rico que el nuestro y, definitivamente, esta ha sido la mejor idea que he tenido en años. 

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