Días transcurridos: 1
Kilómetros recorridos: 730,923
Síncopes neurocardiogénicos: 0
Entre la despedida con los amigos y las cervezas de más, la
madrugada zombie y el vuelo a Quito pasaron volando. Finalmente me fui de
Bogotá y, aunque aún no termino de asumir mi nuevo estatus de viajero
vagabundo, los nervios y las expectativas
son incontrolables.
La comida del avión fue tan horrible como lo esperaba, pero debo confesar que
Quito, la ciudad que tantos egos bogotanos habían descrito como fea, insegura y
gris, supo sorprenderme. Primera parada:
corvina frita y locro ―"potaitosup" para nosotros― en el
mercado local ―porque
ya aprendí que la mejor comida siempre la sirven ahí―.
Fuimos a “Donde Michita” y Michita estaba feliz porque habíamos comido
en su puesto, aunque un tanto extrañada de que Jose supiera su nombre. Con la barriga llena y el corazón contento
salimos entonces a caminar por el centro y qué lindo fue ese centro. De iglesia
en iglesia, entre conversaciones sobre arte religioso y varios intentos de fotografía profesional,
caminamos sin parar. Volvimos agotados al hostal y justo cuando pesamos que
dormiríamos profundamente el resto de la noche, terminamos en una intrépida
excursión hacia el Panecillo, tomamos canelazo y comimos fritada en la Plaza
Foch.
No supe por qué la Virgen de Quito tenía cadenas en las manos, por qué la mayoría de las iglesias ondeaban la bandera nacional o quién había sido ese tal Foch. Pero aprendí que la naranjilla es un lulo y no una naranja pequeña, el canelazo quiteño es mucho más rico que el nuestro y, definitivamente, esta ha sido la mejor idea que he tenido en años.
No supe por qué la Virgen de Quito tenía cadenas en las manos, por qué la mayoría de las iglesias ondeaban la bandera nacional o quién había sido ese tal Foch. Pero aprendí que la naranjilla es un lulo y no una naranja pequeña, el canelazo quiteño es mucho más rico que el nuestro y, definitivamente, esta ha sido la mejor idea que he tenido en años.
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