lunes, 28 de enero de 2013

Domingo limeño


Días transcurridos: 17
Kilómetros recorridos: 2.691

Siempre he odiado los domingos en la noche; esa extraña sensación que se confunde entre la nostalgia de un descanso fugado y la pereza ante la semana que comienza. Hoy es domingo en Lima y, montada en el bus regreso a casa ―bueno, a la “casa” de mientras tanto―, oía cómo una señora se quejaba porque odiaba los domingos en la noche. Fue entonces cuando recordé esa horrible sensación que yo también había sentido tantas veces antes y, mejor aún, que, en efecto, era domingo, pero esta vez yo no tenía nada de qué preocuparme. Mañana sería lunes y yo estaría llegando a Ica, rumbo a Huacachina, a ver las líneas de Nazca. “¡Esta definitivamente es la vida que yo me merezco!”, pensé.  


Pero bueno, estoy escribiendo para hablar de Lima y no de mis disquisiciones buseteras, entonces les contaré un poco de esta ciudad, la segunda capital del camino que conozco, que, tanto como la primera, resultó ser un lugar inesperado. Lima, una Lima demasiado soleada y calurosa ―diferente del imaginario brumoso que tenía en mi cabeza― fue para mí una ciudad enorme, definitivamente inabarcable en cuatro días de visita. La conocí desde el quinceavo o decimoquinto ―ya no recuerdo cuál es la nominación correcta, disculpen―piso de un apartamento/hostal en el centro. Desde allí, los techos sucios y el ruido callejero ―¡y qué ruido!― me acompañaron cada noche. Así la quise, entre el ajetreo de un tráfico siempre difícil, los gritos inentendibles de los buseteros y el ir y venir de los múltiples paseos diarios.


Como dije, Lima es una ciudad enorme y es tal vez esa magnitud lo que la hace tan compleja y polifacética. Caminé por muchos de sus grandes parques y avenidas, entré en sus barrios más famosos e incluso tuve la sorpresiva oportunidad de conocer una de sus villas periféricas. Desde  Pachacamac, pasando por la catedral del virreinato, hasta los grandes edificios miraflorinos, Lima es un lugar difícil de catalogar. Lima del Poeta, del Esclavo y del Jaguar, cada uno de sus parajes me cautivó de maneras distintas, me mostró diferentes personajes y me dio nuevas razones para querer volver. Tal vez en unos años, con más calma y tiempo, podré entonces caminar mejor sus calles, comer más de su comida inigualable, chupar gelatina en sus buses y, por qué no, sufrir, como cualquier otro transeúnte, sus horribles domingos en la noche.


Lima es un lugar extraño, abrumador en algunos casos y muy acogedor en otros, en el que, más allá de los tumultos playeros y los pitos imparables, quisiera en el futuro pasar una buena temporada.  

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