Días transcurridos: 17
Kilómetros recorridos: 2.691
Siempre he odiado los domingos en
la noche; esa extraña sensación que se confunde entre la nostalgia de un
descanso fugado y la pereza ante la semana que comienza. Hoy es domingo en Lima
y, montada en el bus regreso a casa ―bueno,
a la “casa” de mientras tanto―, oía cómo una señora se quejaba porque odiaba
los domingos en la noche. Fue entonces cuando recordé esa horrible sensación
que yo también había sentido tantas veces antes y, mejor aún, que, en efecto,
era domingo, pero esta vez yo no tenía nada de qué preocuparme. Mañana sería
lunes y yo estaría llegando a Ica, rumbo a Huacachina, a ver las líneas de
Nazca. “¡Esta definitivamente es la vida que yo me merezco!”, pensé.
Pero
bueno, estoy escribiendo para hablar de Lima y no de mis disquisiciones
buseteras, entonces les contaré un poco de esta ciudad, la segunda capital del
camino que conozco, que, tanto como la primera, resultó ser un lugar
inesperado. Lima, una Lima demasiado soleada y calurosa ―diferente del
imaginario brumoso que tenía en mi cabeza― fue para mí una ciudad enorme,
definitivamente inabarcable en cuatro días de visita. La conocí desde el
quinceavo o decimoquinto ―ya no recuerdo cuál es la nominación correcta,
disculpen―piso de un apartamento/hostal en el centro. Desde allí, los techos
sucios y el ruido callejero ―¡y qué ruido!― me acompañaron cada noche. Así la
quise, entre el ajetreo de un tráfico siempre difícil, los gritos inentendibles
de los buseteros y el ir y venir de los múltiples paseos diarios.
Como
dije, Lima es una ciudad enorme y es tal vez esa magnitud lo que la hace tan
compleja y polifacética. Caminé por muchos de sus grandes parques y avenidas,
entré en sus barrios más famosos e incluso tuve la sorpresiva oportunidad de
conocer una de sus villas periféricas. Desde
Pachacamac, pasando por la catedral del virreinato, hasta los grandes
edificios miraflorinos, Lima es un lugar difícil de catalogar. Lima del Poeta,
del Esclavo y del Jaguar, cada uno de sus parajes me cautivó de maneras distintas,
me mostró diferentes personajes y me dio nuevas razones para querer volver. Tal
vez en unos años, con más calma y tiempo, podré entonces caminar mejor sus
calles, comer más de su comida inigualable, chupar gelatina en sus buses y, por
qué no, sufrir, como cualquier otro transeúnte, sus horribles domingos en la
noche.
Lima
es un lugar extraño, abrumador en algunos casos y muy acogedor en otros, en el
que, más allá de los tumultos playeros y los pitos imparables, quisiera en el
futuro pasar una buena temporada.
Me estoy leyendo todo tu blog, está muy chévere. Qué envidia!
ResponderEliminar*se escribe Dedimoquinto
*Decimoquinto
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