Días transcurridos: 10
Kilómetros recorridos: 1.915
El viaje a Perú fue largo. Cruzamos la
frontera el sábado a las dos de la mañana y llegamos a Chiclayo casi a medio
día. La ciudad es, más bien, un lugar de paso, con calles sin asfalto y casas a
medio construir, de caras ásperas y voces cortantes. Su atractivo está, en
cambio, en el inmenso complejo de parques arqueológicos que la rodea. A eso
venimos entonces, a ver a los mochicas ―o lo que queda de ellos― y al Señor de
Sipán que mi tía tanto había insistido que teníamos que ver.
No sé si ya les he contado, pero, como se
podrán imaginar, Jose es para todos un gringo y yo una cholita que lo encantó.
Con el paso de los días hemos asumido nuestros papeles; él ignora a los
vendedores ambulantes y yo pregunto los precios. Aquí, sin embargo, la
situación fue algo más extrema, pues Chiclayo es un pueblo que aún carece de
infraestructura turística sólida y la única manera ―o, al menos, la que mejor
se ajustaba a nuestro presupuesto― de llegar a las ruinas es la ruta local.
Fueron entonces varios viajes (Lambayeque,
Sipán y Túcume) sudados, con exceso de cupo, pescado y vómito a bordo. Mi
gringo, entre molesto y asqueado, soportó como mejor pudo los desastres y,
finalmente, salió victorioso. Yo, la cholita del combo, lo miraba preocupada, mientras
los locales se reían de su incomodidad. Creo que ahora lo amo más. Ha sido
un guía arqueológico de primera y un gringo excepcional.
Ahora entiendo por qué mi tía insistió
tanto en que viniera y, si tienen la oportunidad, no duden en pasar por Chiclayo.
No hay que dejarse asustar por la ciudad polvorienta, el trasporte infernal o
el vómito; las ruinas son deslumbrantes y el Señor de Sipán sabrá recompensarlos.
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