jueves, 31 de enero de 2013

Líneas


Días transcurridos: 19
Kilómetros recorridos: 3.077

Nunca antes había estado en el desierto. Sí, había ido a la Guajira, pero no es lo mismo. Allá la arena no es tan blanca, ni las dunas tan grandes, ni existe esa horrible sensación de que por kilómetros y kilómetros no hay absolutamente nada. En cambio aquí, en la costa sur del Perú, entre Ica, Huacachina y Nazca, desierto es lo único que hay.


Desde que empezamos a planear el viaje, Nazca había sido un paraje dudoso. Algunos decían que no valía la pena, otros que era demasiado costoso y otros tantos que la visita sería algo inolvidable. Como es normal, tomamos la decisión a última hora, intentamos ahorrar unos soles y embarcamos un bus rumbo al desierto. La primera parada fue en Huacachina, un oasis de verdad verdad  como en las películas― que quedaba a medio camino entre Lima y las líneas. Íbamos a descansar un rato ―¿qué más hace uno en un oasis sino es eso?, pero, en medio de la feliz improvisación, terminamos montados en un buggy que recorría las dunas a toda velocidad e hicimos o intentamos hacer algo de sandbord. Aunque no fue el Rally Dakar y nuestro sandbordeo dejó mucho que desear, el detour fue muy emocionante y nos divertimos montones. Dormimos felices y al día siguiente salimos hacia Nazca.


Para los futuros viajeros yo les diré que sí, sí vale la pena, sí es algo costoso, pero definitivamente también será inolvidable. Desde montarse en un pequeño aeroplano que se sacude como loco –no es recomendable para personas temerosas o propensas al mareo―, hasta elucubrar hipótesis sobre cómo carajos a alguien se le ocurrió hacer eso, sobrevolar Nazca seguramente estará entre el top 10 de este viaje. Creo que jamás será lo mismo ver las figuras de ninguna otra manera y apretarse el bolsillo es solo un sacrificio justo y necesario. Con fortuna, nuestras finanzas aguantarán el golpe y, en todo caso, el recuerdo del vuelo es una magnifica forma de olvidar cualquier pena económica.  

p.d. He recibido muy lindos mensajes de mis queridos lectores. A los que esperaba que leyeran y a los que han querido hacerlo, muchas gracias. Con la pena y desconfianza que siempre me ha dado escribir y, peor, que alguien lea lo que escribo, este blog ha sido un buen primer intento. 



lunes, 28 de enero de 2013

Domingo limeño


Días transcurridos: 17
Kilómetros recorridos: 2.691

Siempre he odiado los domingos en la noche; esa extraña sensación que se confunde entre la nostalgia de un descanso fugado y la pereza ante la semana que comienza. Hoy es domingo en Lima y, montada en el bus regreso a casa ―bueno, a la “casa” de mientras tanto―, oía cómo una señora se quejaba porque odiaba los domingos en la noche. Fue entonces cuando recordé esa horrible sensación que yo también había sentido tantas veces antes y, mejor aún, que, en efecto, era domingo, pero esta vez yo no tenía nada de qué preocuparme. Mañana sería lunes y yo estaría llegando a Ica, rumbo a Huacachina, a ver las líneas de Nazca. “¡Esta definitivamente es la vida que yo me merezco!”, pensé.  


Pero bueno, estoy escribiendo para hablar de Lima y no de mis disquisiciones buseteras, entonces les contaré un poco de esta ciudad, la segunda capital del camino que conozco, que, tanto como la primera, resultó ser un lugar inesperado. Lima, una Lima demasiado soleada y calurosa ―diferente del imaginario brumoso que tenía en mi cabeza― fue para mí una ciudad enorme, definitivamente inabarcable en cuatro días de visita. La conocí desde el quinceavo o decimoquinto ―ya no recuerdo cuál es la nominación correcta, disculpen―piso de un apartamento/hostal en el centro. Desde allí, los techos sucios y el ruido callejero ―¡y qué ruido!― me acompañaron cada noche. Así la quise, entre el ajetreo de un tráfico siempre difícil, los gritos inentendibles de los buseteros y el ir y venir de los múltiples paseos diarios.


Como dije, Lima es una ciudad enorme y es tal vez esa magnitud lo que la hace tan compleja y polifacética. Caminé por muchos de sus grandes parques y avenidas, entré en sus barrios más famosos e incluso tuve la sorpresiva oportunidad de conocer una de sus villas periféricas. Desde  Pachacamac, pasando por la catedral del virreinato, hasta los grandes edificios miraflorinos, Lima es un lugar difícil de catalogar. Lima del Poeta, del Esclavo y del Jaguar, cada uno de sus parajes me cautivó de maneras distintas, me mostró diferentes personajes y me dio nuevas razones para querer volver. Tal vez en unos años, con más calma y tiempo, podré entonces caminar mejor sus calles, comer más de su comida inigualable, chupar gelatina en sus buses y, por qué no, sufrir, como cualquier otro transeúnte, sus horribles domingos en la noche.


Lima es un lugar extraño, abrumador en algunos casos y muy acogedor en otros, en el que, más allá de los tumultos playeros y los pitos imparables, quisiera en el futuro pasar una buena temporada.  

miércoles, 23 de enero de 2013

De los precolombinos

Días transcurridos: 13
Kilómetros recorridos: 2.121

Trujillo es una ciudad especial. Fue fundada a principios del siglo XVI por Pizarro y desde entonces conserva su encanto colonial. Además, está rodeada por varios complejos arqueológicos de los Moche y los Chimú, y hay una linda playa llamada Huanchaco a unos cuantos kilómetros. Después del estrépito de Chiclayo, Trujillo nos pareció un lugar de ensueño.


Tal vez lo que más me gustó de la parada, más que las casitas de colores y los lindos faroles, fueron las ruinas. Chan chan, una inmensa ciudad de adobe con más de 26 kilómetros de extensión fue impresionante. Así es Perú, impresionante. En cada esquina hay un montículo con una huaca, un entierro o una pirámide, y el trabajo para los arqueólogos parece ser infinito. Al comienzo, con cada lugar que visitaba, me preguntaba por qué yo no lo conocía, por qué no había oído hablar de él antes, por qué, estando tan cerca, jamás había pensado en visitarlo. Ahora entiendo que la promoción de estos lugares es difícil por la simple razón de que cada uno de ellos es más deslumbrante que el anterior. 


El trabajo arqueológico hasta ahora empieza y, al recorrer esos enormes desiertos uno sólo alcanza a imaginar vagamente lo que allí se esconde. Será bueno entonces volver en unas cuantas décadas para ver los resultados; volver cuando quizá Machu Pichu ya no sea tan espectacular y lugares como Chan chan se lleven la corona. Por lo pronto, me alegra, al menos, haber percibido la magnitud del espectáculo y haber parado en estos pueblitos menos protagónicos, pero inmensamente ricos. A veces las mejores sorpresas están en lugares como estos y no en las monstruosas publicaciones folletinescas de siempre. 

P.d. No he querido hablar de la comida porque creo que se merece un capítulo aparte. En todo caso, no se preocupen por mi alimentación. Entre papa a la huancaína, ceviche, mariscos y lomito salteado, mi estómago está más que satisfecho. 

lunes, 21 de enero de 2013

Con un gringo en el bolsillo


Días transcurridos: 10
Kilómetros recorridos: 1.915

El viaje a Perú fue largo. Cruzamos la frontera el sábado a las dos de la mañana y llegamos a Chiclayo casi a medio día. La ciudad es, más bien, un lugar de paso, con calles sin asfalto y casas a medio construir, de caras ásperas y voces cortantes. Su atractivo está, en cambio, en el inmenso complejo de parques arqueológicos que la rodea. A eso venimos entonces, a ver a los mochicas ―o lo que queda de ellos― y al Señor de Sipán que mi tía tanto había insistido que teníamos que ver.




No sé si ya les he contado, pero, como se podrán imaginar, Jose es para todos un gringo y yo una cholita que lo encantó. Con el paso de los días hemos asumido nuestros papeles; él ignora a los vendedores ambulantes y yo pregunto los precios. Aquí, sin embargo, la situación fue algo más extrema, pues Chiclayo es un pueblo que aún carece de infraestructura turística sólida y la única manera ―o, al menos, la que mejor se ajustaba a nuestro presupuesto― de llegar a las ruinas es la ruta local.

Fueron entonces varios viajes (Lambayeque, Sipán y Túcume) sudados, con exceso de cupo, pescado y vómito a bordo. Mi gringo, entre molesto y asqueado, soportó como mejor pudo los desastres y, finalmente, salió victorioso. Yo, la cholita del combo, lo miraba preocupada, mientras los locales se reían de su incomodidad. Creo que ahora lo amo más. Ha sido un guía arqueológico de primera y un gringo excepcional.

Ahora entiendo por qué mi tía insistió tanto en que viniera y, si tienen la oportunidad, no duden en pasar por Chiclayo. No hay que dejarse asustar por la ciudad polvorienta, el trasporte infernal o el vómito; las ruinas son deslumbrantes y el Señor de Sipán sabrá recompensarlos.



viernes, 18 de enero de 2013

Últimas luces ecuatorianas

Días transcurridos: 8 y 1/3
Kilómetros recorridos: 1.475

He estado viajando por más de una semana y la verdad, entre tantos buses, afanes, llegadas y despedidas, el tiempo ha pasado volando. Ecuador se portó conmigo de maravilla y es triste tener que salir de aquí. Por fortuna estoy en Cuenca, tal vez la ciudad más linda del viaje, que con sus calles empedradas y balconcitos de ensueño me ha dejado sin aliento.   



Llegamos ayer a eso de las seis de la mañana y no tuvimos otra opción que caminar por ahí, maletas al hombro, buscando algún lugar para dormir un poco o comer alguna cosa. Pero como ningún otro pueblo funciona como Bogotá y a  nadie más en este mundo se le ocurre empezar el día tan temprano, la caminata se prolongó un poco más de lo imaginado. Algo especial, sin embargo, hubo en ese caminar solitario, pues el pueblo y sus pocos movimientos matutinos fueron solo para nosotros. Vimos a las primeras mujeres desempacar las flores en el mercado local y olimos los primeros aromas lejanos a pan recién salido del horno. Escuchamos los primeros campanazos de la  Catedral y, como buenos cristianos, fuimos los primeros en entrar a la misa. Creo que conocimos otro pueblo, un pueblo aún dormido y solitario, lejos del caos mañanero y los grupos turísticos de siempre.



Después de un tiempo, encontramos una linda posada y un desayuno delicioso. Dormimos como locos, nos bañamos ―qué rico es bañarse después de una flota larga y pulgosa― y continuamos nuestra caminata por Cuenca. Lo cierto es que el aire incaico ya empieza a respirarse y cada vez nos sentimos más cerca a Perú. Hoy en la noche tomaremos otro bus hacia el sur para cruzar la frontera. Con suerte no tendremos problemas migratorios y podremos continuar nuestro camino a Chiclayo en paz. Serán más de veinte horas de camino, así que ¡deseenos suerte!



miércoles, 16 de enero de 2013

Lección aprendida


Días transcurridos: 7
Kilómetros recorridos: 1.384 
Experiencias cercanas a la muerte: 1

Ayer llegamos a Ayangue, un pequeño pueblito costero con unas cuantas chozas y un mar hermoso. Terminamos ahí porque, tras un largo viaje nocturno hasta Montañita, el olor a caño y los borrachos tirados en la playa nos ahuyentaron bastante. Decidimos entonces seguir nuestro camino rumbo al norte y, gracias al concejo de un par de francesitos, llegamos a Ayangue.



El lugar era precioso. Una playa grande y tranquila, habitada por unos cuantos finlandeses y australianos surfistas y por nosotros, los metidos del paseo. Nos dedicamos a tomar el sol, comer cosas sabrosas y dormir lo que no habíamos dormido en todo el trayecto.

La cosa se torno cómica ―y en el momento, por supuesto, no lo fue― cuando se nos ocurrió la no tan inteligente idea de meternos al mar. Ya aclaré que esta es una playa de surfistas, con olas considerables y un mar difícil. Para resumir, terminamos ―o terminé yo, al menos― en estado de pánico en la mitad del océano, cansados de nadar y sin idea alguna de cómo salir de ahí. Afortunadamente, una linda surfista nos rescató de la tragedia e hizo de esta una historia con final feliz. Lección aprendida: prometo no volver a jugar a ser surfista sin una tabla.

Creo que la experiencia nos dejó un tanto traumatizados y, por eso mismo, suspenderemos el mar por una temporada. Ahora son las 21:52 y estamos en el terminal de buses de Guayaquil esperando a que sean las 00:01 para tomar un bus a Cuenca; última parada ecuatoriana.

p.d: Mamá, no te preocupes. Estamos bien y felices.

lunes, 14 de enero de 2013

Verde que te quiero verde


Días trascurridos: 5
Kilómetros recorridos: 925
Síncopes neurocardiogénicos: 0

No quiero parecer odiosa pero hoy, montada en un bote de rafting en medio del amazonas ecuatoriano, solo podía pensar en la vida bogotana que afortunadamente me estaba perdiendo. Alguien estaría en la oficina tomándose un jarro de tinto para despertar; alguien desesperado en medio de un trancón horrible; y alguien más contando los días para el fin de las vacaciones. Yo, en cambio, estaba en el río, rodeada de verde, mojada y feliz. 


Baños fue el primer cambio de planes en el viaje y sí que fue una buena decisión. Como si en el Cotopaxi no hubiera comprobado la precariedad de mi estado físico, aquí me dediqué a escalar montañas, hacer canopy, montar en bicicleta, visitar cataratas, nadar y lanzarme de puentes colgantes. Todo en medio de una selva espectacular, sin grafitis de amor tallados en las piedras, ni botellas de cerveza tiradas en el camino. 

Al ver todo esto, solo pienso en lo triste que es ver el potencial que tenemos en casa y lo poco que sabemos cuidarlo. La inteligencia e "ingenuidad paisana", como me lo dijo el propio don Carlos, de los ecuatorianos me ha sorprendido. Y no solo por la manera en la que todos quieren y aprovechan su país, sino y sobretodo por sentir que somos tan semejantes y, al mismo tiempo, que aún estamos tan distantes en tantas cosas. 

Salud entonces por la amabilidad de don Carlos y su familia por recibirnos en su casa y guardar nuestras maletas, por los semáforos de pajarito para los ciegos y por el buen uso de las canecas en cada paraje ecológico que visitamos aquí. 

sábado, 12 de enero de 2013

La montaña

Días trascurridos: 3
Kilómetros recorridos: 911
Síncopes neurocardiogénicos: 0




Hoy escalé la primera cima del paseo. A cuatro mil metros de altura caminé ―y sufrí―, durante  algo más de una hora, para llegar al refugio del Cotopaxi. Por el camino confirmé que mis dotes de alpinista apestan y que mi cuerpo bien ha sabido deteriorarse en los últimos años de sedentarismo académico. Pero, a mi ritmo de tortuga e intentando no perder la conciencia, logré llegar arriba. Tal vez lo más lindo del camino fue eso; llegar arriba muerta y ver cómo los otros, también muertos, llegaban conmigo; ver a un montón de chinitos felices celebrando el triunfo de cada nuevo escalador, a los gringos en pantaloneta felices pero congelados por el frío y a los locales a nuestro lado, con la cocina entera y los hijos al hombro, subiendo sin titubear.

                      

Gracias a mis nuevos "amigos hippies" ecuatorianos por obligarme a subir y subir conmigo; por mostrarme el secreto mejor guardado de Quito ―que obviamente no puedo revelar aquí―; y por llevarme a comer toda clase de ricuras con cuchara ―¿alguien me puede explicar por qué aquí la gente se come todo con cuchara?―. En fin, por estos primeros días de buenos pasos prometo recordarlos con cada futuro trago de zhumir y cada horrible chuchaqui que lo acompañe.

Ahora, montada en bus camino a Baños ―Baños es un pueblo, por si acaso― termino el tercer día de camino con una cumbre menos que subir y quién sabe cuántas aún me esperan.

viernes, 11 de enero de 2013

Quitografìas


Días transcurridos: 1
Kilómetros recorridos: 730,923
Síncopes neurocardiogénicos: 0

Entre la despedida con los amigos y las cervezas de más, la madrugada zombie y el vuelo a Quito pasaron volando. Finalmente me fui de Bogotá y, aunque aún no termino de asumir mi nuevo estatus de viajero vagabundo, los nervios y las expectativas  son incontrolables.

La comida del avión fue tan horrible  como lo esperaba, pero debo confesar que Quito, la ciudad que tantos egos bogotanos habían descrito como fea, insegura y gris, supo sorprenderme.  Primera parada: corvina frita y locro ―"potaitosup" para nosotros en el mercado local porque ya aprendí que la mejor comida siempre la sirven ahí.  Fuimos a “Donde Michita” y Michita estaba feliz porque habíamos comido en su puesto, aunque un tanto extrañada de que Jose supiera su nombre.  Con la barriga llena y el corazón contento salimos entonces a caminar por el centro y qué lindo fue ese centro. De iglesia en iglesia, entre conversaciones sobre arte religioso  y varios intentos de fotografía profesional, caminamos sin parar. Volvimos agotados al hostal y justo cuando pesamos que dormiríamos profundamente el resto de la noche, terminamos en una intrépida excursión hacia el Panecillo, tomamos canelazo y comimos fritada en la Plaza Foch. 



No supe por qué la Virgen de Quito tenía cadenas en las manos, por qué la mayoría de las iglesias ondeaban la bandera nacional o quién había sido ese tal Foch. Pero aprendí que la naranjilla es un lulo y no una naranja pequeña, el canelazo quiteño es mucho más rico que el nuestro y, definitivamente, esta ha sido la mejor idea que he tenido en años.