miércoles, 27 de febrero de 2013

Vaguedades


Días transcurridos: 45
Kilómetros recorridos: 7.469

Aquí, en el nordeste argentino, no hay grandes centros urbanos con agitadas calles o caóticos pasajes. Por el contrario, en la región (Jujuy, Salta, Tucumán) abundan apacibles pueblitos coloniales, hoy por hoy infestados por hordas de porteños que huyen del trajín capitalino. Dado el panorama, a eso también me he dedicado; a recorrer con calma las calles empedradas con casitas pintorescas y sauces llorones, visitar los viñedos locales y saborear uno que otro alfajor artesanal. El ajetreo del camino que venía recorriendo, ese de los grandes parajes turísticos y las visitas obligadas, ha ido entonces desapareciendo. En consecuencia, una tranquilidad, hasta ahora desconocida, ronda el viaje y, con ella, la oportunidad para pensar un poco más en esto que estoy haciendo.


Ya casi cumplo dos meses de travesía y hace un buen rato que esto dejó de ser un paseo vacacional. La sensación de que el viaje es algo temporal y pronto volveré  a casa a darme un buen duchazo, dormir en mi cama y regresar a la rutina de siempre, ya no existe. Lo quiera o no, aquí debo cargar con mis alegrías, infelicidades y malos olores a todas partes, sin tiempo para descansos, berrinches o auxilios maternales. De alguna manera, me he acostumbrado a la orfandad y se ha vuelto habitual no saber en qué lugar estoy, a dónde voy o cuál será mi cama la noche que viene. Supongo que, eventualmente, el trajín  constante, la incapacidad de desempacar la maleta y la eterna incertidumbre se traducirán en un cansancio abrumador e inevitables nostalgias hogareñas, pero, por lo pronto, creo que a mi espíritu le ha sentado bien el cambio. Los que me conocen sabrán que para mí soltar las riendas y adoptar –desde el feliz simulacro que termina por ser un viaje así algo de alma vagabunda, no ha sido fácil. Pero, con el paso de los días, he terminado por ceder ante las circunstancias y, con más resignación que desespero, mi rigidez es ahora algo más “maleable”.


Cuando uno está inmerso en una rutina cómoda, más allá de su facilidad o exigencia, no imagina que hacer algo así sea posible. Desde esa comodidad siempre serán más los obstáculos, miedos y objeciones que los posibles goces o aprendizajes venideros. Aquí  muchos temores se desdibujan y la mayoría de los obstáculos contemplados parecen ridículos. Claro que aparecen otros y que el viaje supone otros retos, afanes y, en especial, muchísimas incomodidades. ¡¡Pero qué buenas incomodidades!!...qué bueno es dejar de ver televisión, olvidarse de que los espejos existen y no tener que rendirle cuentas a nadie... Sí, hacer esto no es siempre sencillo y seguro no es para cualquiera, pero, si algo he aprendido hasta ahora, es que resulta más interesante salir a pelear con atracadores, cholitos y agentes de inmigración que quedarse en casa imaginando las posibilidades. 



sábado, 23 de febrero de 2013

El norte del sur

Días transucurridos: 41
Kilómetros recorridos: 7.281 

La fila de inmigración era larga y el hambre de las primeras horas matutinas no se hacía esperar. Estábamos en un puente entre Villazón (Bolivia) y La Quiaca (Argentina) con los nervios vigilantes de un par de colombianos que cruzan la frontera sin pasaporte. Por suerte, Argentina nos recibió con su bandera ondeante y unos agentes migratorios demasiado amables ―teniendo en cuenta nuestras experiencias previas―. De allí tomamos un bus a Humahuaca, Jujuy; primera parada en este país del sur que en nada se parecía al paisaje boliviano que habíamos dejado atrás. 



Hace unos cuantos años vine a Argentina con mi familia. Pasé por Buenos Aires y Bariloche, y algo creía conocer de estas tierras. Lo cierto es que, en lo que va del recorrido, el noreste argentino ha sido diametralmente diferente a esa revolución cosmopolita que yo había observado en la capital. No sé muy bien por qué los colombianos tendemos a pensar en los argentinos como seres de otro planeta, más europeos que latinoamericanos, que poco o nada tienen en común con nosotros. Yo misma había alimentado esa imagen con mi viaje anterior, pero aquí me he dado cuenta que el panorama es, más bien, el opuesto. 



Sí, los argentinos son más bonitos y su acento es encantador, pero su país atraviesa una situación político-económica tan compleja como la de cualquiera de los países andinos que hemos visitado y los dejos tercermundistas no vacilan en aparecen de tarde en tarde; para conseguir un buen cambio por el dólar hay que ir al mercado negro, en días feriados el pueblo entero sale a hacer paseo de olla al campo y, en lugar de socializar con una cerveza, los locales te dan un poco de su mate y se hacen tus amigos. Claro está que hay muchas otras cosas que hacen de esta una cultura tan particular como cualquiera. Supongo que en el recorrido ya iré descubriendo en qué radica esa particularidad. Por ahora, desde la provincia de Jujuy y yendo poco a poco al sur, me despido mientras me regodeo en vino delicioso, empanadas de carne y Fernet, mi nuevo coctel favorito. 

martes, 19 de febrero de 2013

En el cielo


Días transcurridos: 38
Kilómetros recorridos: 6.701

El salar era uno de los lugares que más ansiaba ver en todo el viaje. Mucho me habían hablado de su maravilla y, a decir verdad, me parece imposible describirla aquí. No es sólo una explanada inmensa cubierta de sal; estar en el salar es como estar en el cielo. Solo ves las nubes reflejadas en el agua y el horizonte no acaba nunca. Es un lugar verdaderamente mágico y ojalá todos tuvieran la oportunidad de verlo algún día.



Todo empezó con una fugaz visita a las minas de Potosí. Allí paramos, en medio del camino entre Sucre y el pueblo de Uyuni. Estar entre una mina a más de 4.700 metros de altura no es cosa de cobardes; el oxigeno es escaso, el aire está lleno de polvo y el calor aumenta con cada paso que das. La mina, además, está activa y, por tanto, para nosotros, un par de turistas ingenuos e indefensos, la indiferencia de los trabajadores que allí conocimos no fue menos que impactante.

De la mina salimos directo al pueblo y, a la mañana siguiente, nos embarcamos en un viaje de tres días para conocer el salar y los parques naturales que lo rodean. Desde el principio todo marchó bien. Nuestras compañeras de viaje fueron un par de chilenas y otro de brasileras encantadoras con las que hablamos y nos divertimos por montones.  En el camino, cada parada descubría un paisaje más impresionante que el anterior, y, en medio de un millar de fotos, intentábamos contar algo de lo que estábamos viendo.


No sé si fueron las enormes expectativas que tenía o la inmensidad de un paisaje desconocido que te deja atónito, pero ese sur boliviano dejó una gran impresión en mí.  Fue la última parada en Bolivia y, salvo uno que otro inconveniente ocasional, pienso que es un país tan perturbador como fascinante. Aquí vi los paisajes más hermosos de esos que te hacen dejar la cámara y las palabras a un lado para simplemente contemplar con la esperanza de retener algo de esa imagen en tu futura memoria, me topé con las personas más generosas y, lo más importante, conocí muy tangencialmente una cultura y una manera de pensar que no había visto antes.


Bolivia, tan diferente a Colombia y a lo que conozco, tiene esa particularidad de reafirmar, a través de los actos más simples y cotidianos, un ser americano orgulloso de su tierra y su presente.  Esa manía tan nuestra de mirar siempre al norte, de comparar nuestra escases con su abundancia, de menospreciar una cultura que creemos menos “rica”, “culta” o “civilizada”. Aquí las cosas no son así, las personas no piensan en lo que no son y, al menos en lo que yo alcancé a percibir, no querrían tampoco ser ninguna otra cosa. Qué lindo es querer lo que eres y saber que lo que tienes, de una u otra forma, basta; qué lindo fue este pueblo y  ojalá la vida me traiga algún día de vuelta.  

lunes, 18 de febrero de 2013

De cráteres y carnavales

Días transcurridos: 34
Kilómetros recorridos: 6.101

Para una bogotana como yo, que pocas veces ha salido a la calle a festejar algo y no sé qué tanto sabor tenga en la sangre, los carnavales son algo ajeno. Al llegar a Sucre me topé con la fiesta desordenada, la bulla sin sentido y esa forma un tanto agresiva de avivar la celebración, propia de los carnavales bolivianos que rinden tributo a la cosecha por venir. En la mañana la ciudad parecía desolada, pero, a medida que avanzaba el día, fueron apareciendo pequeñas pandillas de niños armados con pistolas y bombas de agua. Para resumir, el intento de visitar Sucre resultó en una tremenda empapada y, con ella, el deseo de huir un rato del campo de batalla.


Fue entonces cuando decidimos ir a Maragua, un cráter en medio de la cordillera que, cuenta la leyenda, fue producido por un fragmento del meteorito que hace millones de años colisionó en la tierra y acabó con los dinosaurios. El paseo incluía una buena caminata por el camino del Inca hacia un pequeño pueblo ubicado justo en el centro del cráter. Pero claro, olvidando que los imprevistos no nos abandonan nunca, lejos estábamos de imaginar que llovería a cántaros y el regreso a Sucre sería imposible. Por más de tres horas estuvimos paleando lodo y levantando piedras, pues la "carretera", mojada y jabonosa, era intransitable. Finalmente llegó la noche y no hubo más que hacer sino regresar al pueblo a buscar posada.


Maragua es un pueblo de no más de quinientos habitantes que aún no cuenta con vías pavimentadas ni electricidad. Sus pobladores, en su mayoría Quechuas que no hablan español, caminan por días para comercializar sus productos. Allí llegamos y allí, con esa extraña generosidad boliviana de la que he venido hablando, nos recibieron. En las casas de los locales, pequeñas chozas hechas con paja, adobe y piedra volcánica, nos dieron matecito caliente, sopa de trigo y, lo más importante, un techo calientito para dormir. Ahí aprendí a decir "gracias" (panchi), pues de no haber sido por ellos, quién sabe qué sería de nosotros. Así son los bolivianos, te hablan poco, te miran mucho y, si ven que lo necesitas, te abren la puerta de su casa para compartir contigo lo poquísimo que tienen.




miércoles, 13 de febrero de 2013

Uma

Días transcurridos: 31
Kilómetros recorridos: 5.236

Ezequiel vive en la Isla del Sol. Como podrán imaginarlo, el lugar es un pequeño santuario en medio del Titicaca ―¡no son íbamos a ir sin pasar por el Titicaca!― que hace siglos fue testigo del paso de los Incas y hoy es habitado por cerca de ciento cincuenta familias, entre ellas la de Ezequiel. A él lo conocí en el pequeño bote que diariamente viaja de Copacabana a la isla y allí, sentados mientras pasaba el tiempo, me contó algunas historias (en vista de que he perdido todos mis libros, oír historias es mi nuevo pasatiempo). 


Su comunidad se llama Umari ―uma en aymara significa agua― y todos allí viven principalmente del turismo que visita la isla. Lo bueno, contaba Ezequiel, es que, gracias a la Reforma Agraria promulgada en la constitución del 2009, las tierras de la isla pasaron a ser suyas, de sus habitantes. Así, los pocos blancos que se habían dedicado a explotar los terrenos por siglos fueron desalojados y el negocio del turismo pasó a manos de la comunidad. Para Ezequiel eso también explicaba la extraña actitud que yo había percibido en los locales. Su aparente apatía era, más bien, fruto de una incubada desconfianza hacia los blancos explotadores. 



Hasta ese momento Bolivia había sido un lugar extraño y difícil. Las palabras de Ezequiel no solo me ayudaron a entender un poco mejor algunas de las peculiaridades de este país, sino que, en medio de la facilidad y sinceridad con la que me habló, entendí la generosidad, una generosidad tal vez sutil e imperceptible, con la que, en últimas, los locales reciben a los extraños en sus tierras. En Bolivia la devoción pagana flota en el aire, las máscaras de carnaval son deslumbrantes para cualquier extranjero y el amor que sus habitantes le profesan a la hoja de coca puede parecer excesivo. Pero, son esas particularidades, esas miradas esquivas que poco parecen decir y poco parecen querer saber, las que terminan por hacer de este lugar un misterio tan encantador como los grandes centros turísticos que he visitado. 

Bolivia ha significado para mí un choque cultural mucho más complejo del que jamás imaginé que sería. Quizá con el pasar de los días lo pueda ir explicando mejor...







lunes, 11 de febrero de 2013

Desaguada


Días transcurridos: 29
Kilómetros recorridos: 5.081

La última entrada del blog la terminé de escribir sentada en el mercado de Aguas Calientes. Eso fue antes de que el tour que habíamos contratado nos robara un desayuno; antes de que el transporte a Cusco por poco nos abandonara en medio de la nada; antes de que un derrumbe en la carretera obstruyera nuestro camino; y antes, último pero no menos importante, de que alguien en el bus rumbo a Puno robara mi maleta y con ella mi pasaporte. 

Así me despedí de Perú, entre comisarias, estaciones de policía y oficinas de migración, buscando una manera de salir del país sin tener que regresar a Lima. Por fortuna, una mujer me contactó con un amigo suyo, agente de migración en la frontera de Desaguadero, que me ayudaría a salir de ahí.  Ya imaginarán la clase de sitio que era ese tal Desaguadero y el dinero que, obviamente, debí darle a mi nuevo “amigo” para que me aprobara la salida. Finalmente lo logré y, en contra de lo esperado, no hubo mayor problema para entrar a Bolivia.

La rabia y el agotamiento vinieron después, perdidos en ese pueblo de mala muerte en el que todos los acercamientos fueron terriblemente hostiles y nadie nos quiso ayudar. Eventualmente, sin tener idea de en dónde estábamos o a dónde debíamos ir, logramos tomar un carro a La Paz sin ver el Titicaca como habríamos querido ni pasar por Copacabana.   


En total, desde Aguas Calientes hasta La Paz, fueron más de veinte horas de viaje en las que poco dormimos y escasamente comimos algo. Estábamos agotados y supongo que molestos por toda la situación. Mientras tanto, entrábamos a una ciudad ridículamente caótica, cuyo pueblo alborotado se alistaba para el carnaval de los días siguientes. La Paz, que no sé exactamente por qué lleva ese nombre, no fue entonces el lugar ideal, pero, con la respiración zen y el paso de las horas, volvimos a dormir, a comer delicioso, a reírnos de nuestro folclor latinoamericano y a disfrutar el trago amargo. Ya pasamos la página y el viaje continúa, sin pasaporte, sin cepillo de dientes y sin Lonely Planet, pero continúa.

viernes, 8 de febrero de 2013

Iphu Para en Machu Picchu

Días transcurridos: 27
Kilómetros recorridos: 4.269

El plan era el siguiente: llegaríamos el sábado 2 de febrero a Cusco, el lunes en la mañana recorreríamos siete horas en bus hasta la carrilera del tren, de ahí caminaráamos dos horas y media hasta Aguas Calientes y el martes en la madrugada escalaríamos montaña para ver el amanecer en Machu Picchu. Las cosas más o menos transcurrieron así, aunque claro, no sin los tropiezos ocasionales.



Como decía, la primera parada fue en Cusco, una ciudad tan pintoresca como la promocionaron todos los peruanos del recorrido. La caminamos de arriba a abajo por dos días, entramos a muchos de sus museos y nos escabullimos en una que otra iglesia (las iglesias de Cusco cobran precios astronómicos por la entrada y la única forma de entrar gratis es engañando al guardia a la hora de misa). Lo que más me gustó, a pesar de las hordas de turistas y los inagotables vendedores ambulantes, fue esa curiosa mezcla arquitectónica que hace del Cusco un lugar tan particular; murallas incas sirven de base a preciosos palacios coloniales. Fue una linda ciudad, definitivamente una parada obligatoria al visitar Perú.



Pero Cusco era solo el principio y la tan renombrada "joya" turística del país nos esperaba. Contaba antes que la llegada a Machu Picchu sería para mí todo un reto físico. Por supuesto, yo no contaba con que, además, estaría diluviando durante la caminata, lo que hizo de los truculentos caminos incas toda una travesía. Al principio, estaba mas bien temerosa por no lograr subir y debo confesar que jamás pensé lograrlo en el tiempo estimado. Pero lo logré y la llegada fue victoriosa, aunque, para mi felicidad, Machu Picchu estaba absolutamente nublado.



El Machu Picchu de mi imaginación, ese que en fotos había visto misterioso e imponente, no era el lugar que estaba viendo. En cambio, llovía a cantaros y la neblina obstruía el paso. Pero, ¿qué íbamos a hacer? Los tiquetes a Wayna Picchu ya estaban pagos y no quedaba más que seguir subiendo. Arriba, en medio del sudor, el agua y la desesperanza, el panorama cambió. Por unos segundos, Inti se presentó y recompensó la escalada. Vi Machu Picchu y entendí el porqué del alboroto. 

Insisto, no conocí el Machu Picchu de las fotografías. No sé cómo se ve, ni qué impresión genera en los primerizos. Sin embargo, conocí otro lugar; uno más difícil de descubrir y entender. No malinterpreten mis comentarios, Machu Picchu fue increíble, creo que no por las razones por las que suele serlo para la mayoría, pero lo fue a mi manera. Después de todo, como dijo el guía, fue un lindo día de lluvia y, a fin de cuentas, el arduo camino y la sorpresa de no ver lo que esperaba serán también lindos recuerdos viajeros.  

jueves, 7 de febrero de 2013

Mi primer presidente

Días transcurridos: 22
Kilómetros recorridos: 3.642 


No sé ustedes, pero yo jamás había visto a un presidente. Por cosas del destino, en un pueblo llamado Chivay, perdido a más de tres mil metros de altura en el Valle del Colca, me topé con el señor comandante don Ollanta Humala. La visita fue sorpresiva y, más que ver al presidente, lo lindo fue ver a todo el pueblo conmocionado, vestido con sus trajes típicos y practicando sus danzas tradicionales. Pero, claro está, yo no estaba en Chivay para ver al susodicho comandante. Iba camino al Cañón del Colca, uno de los más altos del mundo, en el que, contaba la leyenda y los folletos turísticos, los cóndores iban a alimentarse. 

Antes de embarcarnos en la búsqueda del cóndor, habíamos parado en Arequipa, una linda ciudad colonial de paredes blancas y rocosas. A causa de un desafortunado tour por la campiña de Arequipa, no tuvimos tiempo de conocer la ciudad como habríamos querido. Pero, a las carreras, algo alcanzamos a ver, tomar y comer. A la mañana siguiente madrugamos entonces a ese tal Valle del Colca que tanto prometía.





Tras un día de ver asombrosos volcanes, mascar coca como locos y hasta bailar con los serranos, pasamos la noche en Chivay. Al día siguiente salimos muy temprano al cañón para ver algo…. Luego de casi una hora de espera mis esperanzas de ver al cóndor se habían agotado y pensaba conformarme con el hermoso paisaje ―y sí que es hermoso―, las  terrazas preincaicas y los enormes nevados que no dejaban de aparecer en el horizonte.



Pero, justo cuando empezábamos a caminar de vuelta al bus, lo vimos. Ahí estaba, volando con sus alas impresionantes, tan cerca como jamás lo había visto. Qué paz, qué silencio. Todos atónitos, mirándolo a unos metros de nuestras cabezas en esos cortos segundos que nos dio de dicha. Me disculpará don Ollanta, pero, en este caso al menos, el cóndor le ganó la partida.