lunes, 29 de abril de 2013

Um lugar ao sol

Días transcurridos: 107
Kilómetros recorridos: 15.900

Poco sabía yo del Brasil antes de pisar su suelo; una que otra caipirinha mal hecha, algún libro ya olvidado y quizá un poco de esas sambas lejanas que a veces suenan al otro lado del continente. Poco sabía yo de su idioma extraño, de la sensualidad que agitan sus caderas y de esa selva espesa que inesperadamente terminó por asemejarse tanto a la mía.



Hace un par de meses, en un bus que viajaba de Sucre a Potosí, conocí a un brasilero simpático. Lejos estaba de pensar que, meses más tarde, serían él y sus no menos simpáticos amigos quienes me enseñarían, entre frases de portuñol y mucha cachaça, un poco de su Brasil querido. Debo confesar que ese Brasil fue, en un principio, algo diferente de las playas ardientes, sambas exóticas y garotas en tanga que tenía en mente. Pero digo "solo en un principio" porque, al huir del frío curitibano rumbo al mar, fui descubriendo cómo mis imaginarios aparecían por el camino. 


No sé entonces si fue la playa, la farofa o la buena compañía, pero el fin de semana en Floripo fue uno de los más felices del paseo. Días de churrasco en la arena y noches de samba, funky y forró hicieron de esta la mejor bienvenida al paraíso de sol y lunas rojas del sureste brasilero. Ya con un pie en casa, próxima a volver a la vida de siempre, la alegría que se respira en estas tierras parece invitarme a seguir, a disfrutar de los últimos pasos del camino y a recordarme por qué el caos y la monotonía bogotana dejaron, hace rato, de ser suficientes.


lunes, 22 de abril de 2013

De las selvas que olvidaron devorarnos


Días transcurridos: 98
Kilómetros recorridos: 14.636

La selva, selva magnánima, atroz, carnívora, estrepitosa y viva, ha sido domada, por los no menos magnánimos, atroces, carnívoros y estrepitosos taladros humanos, junto con sus más temibles fieras; enormes paredes de agua son surcadas por sólidos puentes de metal, suelos agrestes transformados en perfectos caminitos adoquinados, monos silvestres que ahora comen papas fritas y, por qué no, un Sheraton en medio de las cataratas de Iguazú.


A esta selva llegué hace unos días, a un mundo que no podía dejar de recordarme a los húmedos pueblos colombianos que tanto visité en mi infancia, siempre adormecidos por el calor incesante del medio día y con algún tranquilo río cercano en el cual sofocarlo. Pero aquí, a diferencia de aquellas vacaciones perdidas, vine a ver las grandes cataratas; esas de las que hablaba NatGeo con tanto entusiasmo y que en las postales parecían tan deslumbrantes.


No debo ocultar mi sorpresa ante el funcional complejo “disneyworldesco” que ha construido Argentina en su porción de este terreno. Demasiados trenes, peluches y tiendas de recuerdos para mi gusto, demasiado adorno sobre un paisaje que no necesita ornamentos. Porque, eso sí, las cataratas hablan por sí solas y el poder contemplarlas ha sido una de las grandes dichas de este viaje.  Pero es que entre tanta gente, tanto turista –y, por supuesto, me incluyo en el combo gritando empapado bajo el agua sagrada que cae del cielo, tanto mono mendigando por cualquier pedazo de comida chatarra, la contemplación se dificulta bastante. Algo de la magia bestial de esa selva inhóspita se pierde entonces en el camino; algo de ese maremágnum acuático se debilita con los infinitos “clicks” de las fotografías viajeras.


Sin embargo, algo de lo que alguna vez imagino que fueron la selva y sus aguas también palpita en el aire, en el sonido estruendoso del líquido que golpea las rocas sin piedad. Aún en el crepitar de la muchedumbre, las cataratas resultan hermosas y abrumadoras, feroces e imparables. Con suerte, será ese y no otro el recuerdo que yo me lleve a casa, porque, no me malinterpreten, más allá del montaje circense que percibí, esta maravilla merece ser visitada.    

martes, 16 de abril de 2013

Y los Aires se repiten

Días transcurridos: 94  
Kilómetros recorridos: 12.943

Como burlándose de mis anteriores quejas y reclamos, de mis mal agradecidas desventuras por la capital federal, Buenos Aires me trajo de vuelta para contagiarme de su frenético discurrir. Tal vez fue la lluvia en Montevideo o el temor a los astronómicos precios brasileros, pero, a último minuto y sin mucho qué discutir, embarcamos un buquebus rumbo a Puerto Madero. Así volvimos al puerto del que nos habíamos despedido unos días antes, ya sin la ansiedad de descubrir al monstruo metropolitano, pero, eso sí, con un bellísimo par de boletas de The Cure entre el bolsillo. 



Y fue lindo volver a Buenos Aires, no sé si por ser Buenos Aires o por la placentera sensación de volver a un lugar conocido. Ya no tuvimos que pedir un mapa o buscar cansados alguna posada cercana. Allí llegamos como el viajero que vuelve a casa, como quien sabe dónde está y hacia dónde se dirige. Entonces caminamos por las calles sin vacilar, montamos en el subte como buenos residentes y aprovechamos el inesperado regreso para hacer varias de las visitas que habían quedado pendientes. 


Buenos Aires, con vientos más fríos y montones de hojarasca que empiezan a descansar en el piso, me mostró otra de sus caras, otra de las tantas que tiene y que voy descubriendo con cada nueva visita. Y no fue sólo el concierto en el Monumental, el paseo por el delta o el mejor choripan de San Telmo lo que hizo de este un fin de semana inolvidable. Fue, sobretodo, la compañía de un amigo olvidado, la seguridad de una casa conocida y las incontables carcajadas nocturnas. Porque qué grato es volver a un lugar que ya conoces, más aún cuando un viejo conocido te recibe con los brazos abiertos y, sin importar las grietas que abre el tiempo y la distancia, te hace sentir otra vez como en casa. 




miércoles, 10 de abril de 2013

Un alto en el camino

Días transcurridos: 89
Kilómetros recorridos: 12.717


Uruguay es un pedazo de tierra que, con un poco de España y otro poco de Portugal, opera como bisagra confusa que media entre la cultura argentina y la brasilera. Los transeúntes deambulan con una bombilla entre la boca, zombies de ese mate recio del que nunca parecen desprenderse, mientras pisan con sus botas los azulejos que en tiempos pasados colonos portugueses trajeron aquí. En los bares se escuchan tangos y milongas, al tiempo que inconfundibles voces brasileras que gritan algo gracioso para animar la fiesta. Y hasta la arquitectura es testigo hierático de este desorden cultural, pues entre plazas y callejones coloniales uno jamás termina de entender cuál casa fue de cuál imperio, cuál colonizada por cual otro, cuál más grande e imponente que la anterior.


A decir verdad, aquí llegué con pocas expectativas. Me decían que este país no era sino una extensión más costosa y turística de Argentina, y, a pesar de los pocos días que llevo acá, diré que probablemente esa opinión tenga algo de cierto. Además de hermosas playas paradisíacas y una capital pequeña con un par de lindos museos, Uruguay no tiene grandes atractivos que ofrecer. Pero ¿por qué la magnitud es siempre tan importante?, ¿por qué las ciudades se miden en número de habitantes y no en deliciosas siestas después de un buen almuerzo per cápita? ¿Qué hay de los bares tradicionales, la uvita y las ramblas? ¿Por qué esas pequeñas cosas no nos resultan tan seductoras?


Después del ajetreo bonaerense, las agotadoras visitas al caótico consulado de Colombia y las tantas noches de fiesta, música y fernet, sí que viene bien un lugar así. La tranquilidad uruguaya, el mar Atlántico que se asoma en la ventada y el par de camisetas nuevas que compré en Montevideo ―y no se alcanzan a imaginar lo que significa ponerse una camiseta nueva a estas alturas del camino― han sido un buen alimento para el alma. Y es que Uruguay, menos grave y fastuoso que sus titánicos vecinos, ha demostrado ser un acogedor y generoso paradero para estos pies que ya no dan tregua. 

sábado, 6 de abril de 2013

No tan Buenos Aires

Días transcurridos: 84
Kilómetros recorridos: 12.501

Con la maleta pesada y los pies cansados de tanto andar llegué al puerto más famoso de Suramérica, a ese puerto querido de épocas pretéritas al que soñaba con volver. Pero, en medio de la resaca de Pascua, las lluvias torrenciales y la desolación del fin de semana más largo del año, mis utópicos recuerdos se ahogaron en la vereda junto al resto de la basura. Y sí, tengo que confesar que los primeros días en la capital argentina no fueron los mejores; tal vez porque hace cinco años las calles olían diferente o porque mi viaje había sido bastante menos aventurero, pero algo había en el aire, un rumor de peligros y asaltos callejeros, que no me dejaba ver ese lugar fascinante que yo tanto recordaba. 


Pasaron los días y la ciudad volvió a poblarse, alguien barrió las calles, el sol ahuyentó las nubes y mi caminar porteño sonrió de nuevo. Horas y horas de merodear por parques, avenidas y museos, fastuosas comilonas de carne y pizza, y ecos de milonga y arrabal me recordaron dónde estaba y cuál era el encanto perdido de esa metrópoli indomable. Y no negaré que este mundo ha cambiado bastante desde mi última visita; majestuosas avenidas cercadas por obras interminables, calles que titilan al ritmo de cientos de luciérnagas errantes, un peso que vale cada día menos y ese mercadeo ilegal que retumba en el corazón de una ciudad al parecer algo enferma. 


No sé qué tan buenos sean ahora estos aires. Quizá la crisis económica que pronostica un clima político agitado haga de estos unos más bien duros y difíciles; quizá esa magia pasada que impregna cada esquina se esté diluyendo entre la inflación disparatada y los cajeros automáticos sin efectivo. Pero a pesar de todo eso y de que nuestro Vicentico fabuloso ahora comparta fanaticada con Franco de Vita  hay algo en Buenos Aires y quienes la conozcan entenderán lo que intento decir― que encanta, que fascina, que hace de las despedidas un nostálgico adiós y deja en el aire unas inexplicables ganas de querer volver pronto.