sábado, 11 de mayo de 2013

Cómo odio las despedidas


Días transcurridos: 121
Kilómetros recorridos: 21.210

Valeu a pena? Tudo vale a pena
Se a alma não é pequena.
Fernando Pessoa



Hace ciento veintiún días salí de Bogotá rumbo a Quito. Ayer, ciento veintiún días después, regresé al frío andino desde las playas de Río de Janeiro. Durante mucho tiempo pensé en lo que debía escribir aquí; tal vez contarles algo sobre Río, ciudad paradisiaca, ardiente y sensual; algo sobre mis conclusiones viajeras para futuros aventureros; o un poco sobre los tantos dilemas que han surgido en estos últimos días. Después de todo en ciento veintiún días pasan muchas cosas —muchas que se olvidan, otras que vagamente se recuerdan y unas pocas que han transcendido a esta ficción— y hablar ahora de ellas sería una tarea ingenua y agotadora. Entonces, dado que su tiempo es poco y mi inspiración limitada, hablaré sobre lo que he venido hablando en las treinta y dos entradas que aquí quedaron registradas; sobre mí o, mejor, lo que queda de mí después de esta experiencia.


Como le dije a alguien hace unos días, pienso que este viaje no me cambió la vida de la manera mística en que me imaginaba que lo haría. No soy un ser humano “nuevo” ni renovado, no corregí sustancialmente ningún hábito de consumo y mis tendencias políticas no se vieron comprometidas. Volví con la misma maleta, los mismos zapatos sucios, la misma cara de depresión al ver el cielo nublado y, especialmente, las mismas enormes preguntas con las que me fui. Eso fue lo que pasó; partí con la esperanza de responder preguntas, desvanecer inseguridades, y, muy en contra de mis expectativas, lo que logré fue multiplicar esas incertidumbres.


 Así que nada cambió demasiado, pero, al mismo tiempo, todo cambió un poco. Conocí tantos mundos diferentes, vidas envidiables y sueños potenciales que inevitablemente cuestioné los míos. Y esos cuestionamientos no fueron el resultado del viaje, fueron, más bien, un proceso sutil e imperceptible que día a día fue transformando la manera de ver y entenderme a mí misma. Quizá las grandes conclusiones no son entonces un punto de llegada sino una consecuencia necesaria del vivir; quizá buscarlas es una tarea inútil e infructuosa y más vale seguir andando sin pensar en cuál será el fin de ese andar. Porque, como lo escribió Maqroll y me lo dijo un gran maestro: “Una caravana no simboliza ni representa cosa alguna. Nuestro error consiste en pensar que va hacia alguna parte o viene de otra. La caravana agota su significado en su mismo desplazamiento. Lo saben las bestias que la componen, lo ignoran los caravaneros. Siempre será así"


Un agradecimiento enorme a los que siguieron mi travesía y, de una u otra forma, compartieron mi camino. Con fortuna pronto vendrán otras y yo tendré la paciencia y voluntad para consignarlas de nuevo. 



domingo, 5 de mayo de 2013

Ciudad de dioses; ciudad de perros

Días transcurridos: 113
Kilómetros recorridos: 16.239


En una guía turística leí que São Paulo era una ciudad demasiado grande para ser descrita en unas cuantas palabras y supongo que, como en cualquier lugar con más de veinte millones de habitantes, aquella afirmación terminó por ser cierta. Sin embargo y en vista de que el rigor de la escritura lo demanda, aquí van algunas de mis impresiones de esta ciudad de dioses en la que los cielos fueros conquistados por hombres millonarios, mientras que nosotros, pobres mortales, moramos y sufrimos en el suelo. 

 

No fueron muchos los días que pasé en São Paulo; jamás los suficientes para recorrer una parte significativa de sus calles infinitas, sus avenidas arrolladoras, sus rascacielos inalcanzables; jamás los necesarios para capturar algo de la masa informe que circula asesina por los corredores del metro; para tocar, así sea de manera tangencial, ese ritmo intenso que transita indiferente por todos los rincones de la ciudad. Este mundo de hormigas trabajadoras opera de forma precisa y milimétrica. Nada interrumpe su ágil y presuroso andar. Nada. Ni siquiera la presencia de un par de extranjeros sin rumbo que miran el cielo atónitos sin entender a dónde van tantos y tantos helicópteros. Y es que así funciona esta ciudad monstruosa y maquinal, sin fallas, contratiempos o fracturas aparentes.


Pero al mirar un poco más allá de esa apariencia, al prestar un poco más de atención a los desperfectos, no es difícil adivinar que tanto edificio imponente, tanta arquitectura majestuosa y tanta gravedad en el andar de sus gentes encierran el dolor de un mundo profundamente desigual e injusto. São Paulo es un lugar hermoso, pero también es muchas otras cosas que escasamente logra ver la ruta turística de siempre. En el ajetreo perpetuo de una ciudad que nunca se detiene vi tantas caras desoladas, miradas esquivas y sonrisas inesperadas que, como dije al principio, describirlas sería imposible. Mundo de contrastes inmensos, abismos irreconciliables, distancias infinitas; mundo, también, de placeres exóticos, culturas diversas, sueños imposibles; mundo al que espero volver algún día, ver desde otros ángulos, compartir con otras alegrías.